Para quienes hayan caído en el error de pensar que sólo leo autores con pedigrí, ahí va mi confesión. Yo también caí en las redes de Ken Follet, y el libro, lo confieso, ha sobrevivido a mis arrebatos destroyers. Esos que me llevan a hacer, de cuando en cuando,  una pira con los volúmenes cuya presencia en la estantería me sonroja o que no me han dejado ni media huella.

Por Ken, así, sin apellido dado que sospecho que mi familiaridad será la vuestra en muchos casos, siempre tuve esa admiración por el talento de hallar una fórmula matemática y convertirla en literatura. Puede que literatura hamburguesa, no literatura caviar, pero me atrevo a decir que si es la primera no hablamos del Burguer King sino de algún fast food delicatessen (¿cuadratura del círculo?)

Mi sueño de publicar un Especial Mujeretas, gracias al Cuore

Yo debía andar rematando la adolescencia cuando me bebí, literalmente, las peripecias del constructor de catedrales. Aquellas escenas de sexo salvaje (quizá no tanto, si las leyera hoy) me dejaban muda y la atmósfera brutal del medievo me retuvo varada en un rincón de casa zampando la hamburguesa con deleite y sin parar de añadir ketchup de poco en poco. Hoy leo que Ken Follet ha venido a presentar otra novela y su cara de hombre ya corto de testosterona (lo que vengo a llamar mujereta, o sea, ese fenómeno que feminiza los rasgos de algunos varones -Paul McCartney,  Travolta,  Camilo Sesto…- y que mi colega A., director de Cuore, tuvo a bien convertir en un tema de portada tras darle yo la turra en un viaje de Martini) me hace sonreír.

La cosa es que aún no he dado con nadie que no tenga una historia personal ligada a Los Pilares de la Tierra. Mi querido J. me confesó el otro día que compró el libro en un viaje en el que -horreur- había olvidado meter lectura en la maleta. “Era un pueblo pequeño y en la papelería vendían unos cuantos títulos, entre ellos el de Follet. Me fascinó el prólogo en el que cuenta cómo construyó su best seller”).

Cuando un autor te desvela su secreto mejor guardado es porque sabe que por mucho que calques la fórmula nunca llegarás al resultado final. Igual que si te pasan la lista de componentes de la Coca-Cola. Recuerdo haber leído a un tipo que destripó la estructura de los best sellers con cierto éxito. Yo me apresuré a leerlo loca de curiosidad, y llegué a la conclusión de que nunca seguiría unas normas para hacer un libro de masas dado que ni siquiera soy de las que siguen las recetas de la Thermomix. Y respeté aún más a Ken.

¡A copiar, a ver qué sale!

Aunque después de Los Pilares de la Tierra no he vuelto a frecuentarlo, debo decir. Nuestra historia de amor se reduce a un solo encuentro y tiene toda la épica y el romanticismo de la única vez de cualquier cosa. Con el paso del tiempo uno decora el escenario y atribuye al amante rasgos que nunca estuvieron ahí. Hay música de oboe o de piano y en cada ensoñación se van sumando elementos de fantasía que embellecen el conjunto. Y el resultado final se llama literatura onírica o fantasía recurrente. Y mola porque siempre está ahí, disponible para una tarde de lluvia o una noche de insomnio galopante.

Abro el libro, con cierta ansiedad, después de tantos años:

1123. Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento. Todavía estaba oscuro cuando los tres o cuatro primeros se escurrieron con cautela de la covachuela, sigilosos como gatos, con sus botas de fieltro. El pequeño pueblo aparecía cubierto por una pequeña capa de nieve reciente como si le hubiesen dado una nueva capa de pintura y sus huellas fueron las primeras en macular su perfecta superficie.

Pero lo que me causa estupor es la dedicatoria que lo encabeza. Una letra familiar, la mía. Un año: 1994. Y un texto que me reservo por pudor y que añade un argumento más a mi simpatía por Ken Mujereta Follet.

Sí, yo también leí “Los Pilares de la Tierra”. ¿Quién más quiere confesarlo?