Ayer di mi primera y última clase de spinning.

En realidad no tenía ninguna intención de subirme a una bicicleta rodeada de congéneres para pedalear al ritmo de una música ratonera bajo la dirección de un profesor desganado y con pinta de darle a la halterofilia o al lanzamiento de martillo, pero las cintas de correr estaban ocupadas y lo interpreté como una señal del destino.

Era mi primer día en mi nuevo gimnasio. Uno de esos sólo para mujeres que presumen de secesionismo de género. A mí que sea femenino no me parece un gran plus. El vestuario está a tope, algunas se demoran en la ducha más de la cuenta y si estás gorda y ellas no, te miran con menosprecio (no es el caso, víboras). Pero me apunté siguiendo tres criterios definitivos: que estuviera cerca del trabajo, que estuviera cerca de el Retiro y que fuera barato, dado que mi plan es utilizar sólo lo que para mí es el aparato estrella: la ducha.

Pero ayer llovía, no había cinta de correr disponible y sí una bici solitaria que me llamaba a gritos. Y me uní a esas treinta mujeres que ya se conocían y parloteaban frente a un espejo que me devolvía la pálida imagen de un escote blanquecino en contraste con el moreno Palm Beach de mi vecina de la izquierda. Una treintañera turgente y despreocupada que pedaleaba al son del monitor sin sudar una gota, mientras que yo apenas podía aguantar treinta segundos levantada, sentada, levantada, la música de discoteca bakala de Valencia y una cascada precipitándose por mis sienes que no podía sofocar con la toalla que no había llevado.

El desganado monitor mascullaba órdenes que yo no escuchaba, pero al parecer las otras sí. Mi bicicleta debía ser la que siempre se queda vacía porque la palanquita de cambio de intensidad funciona mal, de modo que cuando interpretaba por los gestos que había que accionarla pasaba de golpe de un llano a un puerto de montaña, se me salía el páncreas por la boca y el pecho por el escote (a un gimnasio de chicas vas o bien alicatada de marcas deportivas rosas y grises a conjunto o con tus camisetas descatalogadas pero cómodas, ése era mi caso).

Me castigó dios por no ir conjuntada, y no será por falta de looks en mi armario. Desde que corro siento una predisposición natural a pasearme por la planta de deportes de El Corte Inglés, esa que antes visitaba tanto como la de caza y pesca. Ahora me molan las zapatillas, las sudaderas y esas mallas que te devuelven las curvas que no tienes.

Lo de las curvas es muy importante cuando eres mujer y has asumido que jamás lucirás un talle de avispa. La otra noche, en una fiesta literaria, conocí a una coetánea en el photocall por la que sentí inmediata simpatía: Tras alabar yo sus espectaculares pantalones de lentejuelas, ella respondió: “Se me están cayendo, como no tengo cintura…”. ¡¡¡Yo tampoco!!!, exclamé con esa alegría espontánea propia del físico nuclear que se encuentra a un colega en la ceremonia de los Oscar o en un concurso canino. Lo siguiente fue que ella me invitó a un gin tonic en la barra del bar del hotel. Cerca de nosotras se pavoneaban el reportero más cursi del Telediario y el marido de una famosa presentadora de televisión , dos macizos con esa mirada desafiante de “estoy bueno y tú lo sabes”. Pero mi nueva más mejor amiga y yo no les dirigimos ni media mirada, entusiasmadas ambas con la coincidencia de nuestras cinturas, hermanadas en el gin tonic Bombay y la literatura, y muy dispuestas a escuchar los chismes sesudos que se ventilaban a nuestro alrededor.

-Esa pareja es liberal, ya sabes…
-¿Que son swingers?
-Sí…ella se acaba de subir a la habitación y él se ha juntado con el cursi para cazar en pareja. Míralos.

Dos mujeres sin cintura pero con unos looks muy competitivos dirimían el próximo movimiento de dos depredadores en celo, subidas en tacones de andamio y sin espejos de luz mortecina ni música insoportable de fondo. Pensé que ese era mi gimnasio natural. Mi spinning definitivo. Y que al otro iré en calidad de outsider, con las camisetas que me dé la gana (zarrapastrosas, si procede) y sin hablar con esas chicas de Palm Beach porque pertenecen a la cofradía del talle fino y yo a la del escotazo. Y eso nos hace irreconciliables. Seres de dos planetas que no se cruzan en el firmamento, pero se observan desde lejos con esa secular desconfianza de género.