No pienso escribir más sobre el Fin de Año. El vendaval arrasó con los lugares comunes que yo misma, con pluma impaciente de editora, habría tachado de los textos. Tabla rasa ya, todo final es el principio en una sentencia circular que me asalta mientras me refugio en un cuarto a salvo de hijas, sobrinos, hermanos, cuñadas y demás habitantes del planeta comuna. Ya he achicharrado los cruasants, como solía hacer en 2013, y los tejados rotos de la casa aledaña lucen nieve de esa que insinúa más que mostrar. Una maniobra de seducción que será neutralizada por la lluvia antes de dos horas, dios mediante.

Los urbanitas en el campo tendemos a hacernos los peritos en nieves, aunque no seamos capaces de nombrar tres variedades de árboles. En este pueblo de la Sierra Pobre los vecinos son pobres en elocuencia y como mucho les arrancas un gruñido al cruzarte por las calles cuesta abajo. Cada año hay un perro tiñoso que ladra a esta familia para rivalizar en alboroto. No sabe que tiene la batalla perdida de antemano porque somos una jauría alborozada que crece y se multiplica y arranca la mañana antes del alba con la visita de niños y más niños con los que entablar sesudas conversaciones:

-¿Quién no se ha hecho pis esta noche?
-Yoooooooooo! Mira, toca.
-¿Eso es un panettone o una magdalena gigante?
-A mí no me gusta el café Nespresso. ¿Alguien puede hacerme uno de verdad?
-Mamá, ¿no quedamos en que cada uno desayunaba en su casa? Quiero dormir!!!!

Lo mejor de la comuna es que es efímera, como esas instalaciones modernas. Así que conviene disfrutarla a tope, hacer fotos desde todos los ángulos y la vista gorda a las incomodidades inevitables. Si no puedes con ella, únete a ella es la proclama. Aquí la propiedad privada ha sido abolida por decreto ley, y tu cepillo del pelo ya no es tuyo (y reza porque el de dientes sí lo sea). Este año, sin embargo, puedo anunciar con orgullo y satisfacción que por fin tengo cama dentro de habitación con puerta, eso que a los divorciados se nos escamotea año a año según una norma no escrita que premia a las familias nucleares y da por hecho que tres mujeres solas no tienen intimidad que resguardar.

“Por cierto, ¿dónde está V.?” pregunta mi hermano I. ahí afuera, y esa es la señal para ir abandonando este autismo voluntario que se parece al exilio de uno mismo. A la necesidad de una rutina aunque sea recortada y reducida a la mínima expresión. Soy comuna y debo integrarme en la masa, ese lugar de rebelión y risas donde mi gran familia se hace fuerte y desafía a la lluvia, el frío y la hosquedad de los habitantes de este pueblo fantasma donde ayer, a su manera, el dueño de un mínimo colmado que pretende ser bar nos dio la bienvenida cuando murmuró, al servirnos el vermut: “Ya me acuerdo de ustedes, ya, son los del otro año…”

Somos los mismos, o casi. Feliz Año de la Marmota!