B. envía la crónica de la última quedada de amigas de la universidad, que me perdí devorada por una agenda social delirante gracias a ARCO donde las fronteras entre el arte, el esnobismo y el alcohol no estaban demasiado claras.

(O sea, lo normal).

En su crónica habla de una del grupo de íntiimas y su novio, de quienes no pondré ni las iniciales, que las carga el diablo:

“Ambos
están a punto de abandonarse, uno al otro, lo que no
sabemos es quién lo hará primero, o si lo harán. Las demás intentamos
convencerla de que el problema de él es que es un hombre y actúa como
tal
. Y nosotras mujeres, muy mujeres, muy exigentes. Así que ella se
llegó a plantear la opción del lesbianismo
como salida de emergencia
… y decidió apuntarse a nuestro viaje de chicas.
BIEN!!!

Un rato después, en la comida, mi amiga L. me cuenta que dos conocidos se han separado de sus respectivas parejas, abandonados por otra mujer. Parece que la opción lesbianismo in in the air. Lo que me lleva a pensar que si, como dice mi amiga B., nosotras somos “muy mujeres, muy exigentes”, cuando nos liamos con otra mujer el nivel de exigencia rozará el paroxismo. Así que me apresuro a recomendar a la desesperada que ni se le ocurra probar por probar. Que más vale hombre actuando como tal que exigente con pechos por conocer. Y añado: “Preferiría no compartir con ella habitación, no sea que me utilice como banco de pruebas en un arrebato de insatisfacción vital”.

Diréis que son topicazos y tendréis toda la razón. Hay hombres delicados, detallistas y con alto cociente emocional. “Pero esos tienen unos desequilibros de la pera” -sentencia L. con aire de experta delante de su menestra con vistas al paseo de Recoletos. “Los otros, los contenidos que no muestran demasiado sus emociones, a priori  son menos conflictivos, pero a veces ocultan una tormenta debajo de su espesa capa de hielo”.

A menudo las conversaciones sobre hombres y mujeres caen en la trampa de la polarización. Y es un juego divertido si no te lo tomas demasiado en serio. Tengo algunos amigos absolutamente sensibles que no han renunciado al llamado “lado femenino” y no parecen sartenes emocionales de aceite hirviendo. Mi querido R. es uno de ellos, y me citó el lunes por la noche para una de esas conversaciones telefónicas  largas y estrechas. Un Madrid-Barcelona donde todo fluye y siempre muero de risa.

-El otro día fui a comer a casa de mis padres y de repente oigo a mi madre al teléfono: “Se llama R., tiene 40 años y está soltero, sí… Te juro que  pensé que había llamado a una astróloga para remediar mi soledad!”

R. no se plantea la opción gay, sino la extraterritorialidad. “Creo que debo irme de Barcelona, esto está muy trillado”. Le respondo que es una buena idea, que el nacionalismo sentimental es una catetada. 

“El problema es que es un hombre y actúa como tal”. Le leo la frase ayer a D., delante de un bicho marino y dos cañas, y asiente con seriedad. Está tan seguro de las mujeres exigimos de más como de que la centolla es más sabrosa que el centollo. 

El problema, creo yo, es que no hay parejas ideales, como apenas hay centollos perfectos, con su carne jugosa y ese olor a mar embriagador. Pero en el fondo todos albergamos la fantasía del hombre perfecto. Y cuando comprobamos que no existe a algunas les da por fantasear con pasarse al otro lado de la frontera. Y lo mismo probar no es mala idea…

Y lo mismo probar nos llevaría a la conclusión de que lo complicado es hacer un puzzle con piezas de dos puzzles distintos. Lo que es la pareja. Homo, hetero o mediopensionista.

Llámalo la opción lesbiana, si tú quieres.