“Solo contrato a aquella gente para la cual yo trabajaría”.

La respuesta de Mark Zuckerberg a la pregunta de cómo selecciona el personal en Facebook me espabila el despertar y la incorporo a mi lista de “frases aparentemente simples que sin embargo encierran mucha reflexión”. El modelo es exportable y sospecho que admite variaciones. Tantas como matices. Y seguramente, argumentaciones en contra.

Pero a mí me basta así. Es más, la quiero así. Absoluta y soberana como un rey francés preguillotina.

La otra tarde con E. comentábamos cómo uno con los años y el (re)conocimiento personal asume algunas verdades poco sexys:

-A mí no me gusta Nueva York. Si me muero y no he vuelto me importa tres narices. Viajar me pone mala, y cuando lo hago quiero volver al mismo hotel, comer en el mismo restaurante. Ir al mismo museo, encontrar aquella plaza. Acostarme temprano…

(Convengamos que mola más hacerte la viajera aguerrida, la coleccionista de tarjetas de embarque. La exploradora sin brújula en un país cuanto más lejano, mejor.  Un amor en cada lobby. La excitación de cama con cualquiera que hable idiomas -alemán, ruso o francés- y el jet lag como droga de diseño).

Pero no. Aquí, las cartas boca arriba, dirás que nada te excita más que la posibilidad de un jueves por la tarde en soledad. Que no te inviten a una cena el viernes con gente interesante. Que no venga un amigo inesperado, encantador,  a reventarte el sábado. Que Avon no llame a tu puerta, por dios bendito. Que no suene el teléfono ni te toque una rifa. Que no se agiten las hojas a tu paso. Que no te pare por la calle una vecina ni te ladren los perros. Que no haya que quitarse las NIKE para salir.

Descansar. Lo que viene siendo descansar.

Mr Facebook

Hay deseos universales según la sagrada convención social que te tocan un pie. Bendito melasudismo que permite ser dicho en voz muy alta.

Le dije: mi encuentro sexual más esotérico es en una camilla con mi fisio. Sus manos amasando mis nervios, mis cavilaciones. Mudo, y si me apuras, sordo. Olor a bergamota o a aceite de romero. Calor, cierto calor porque tu yo desnudo y expuesto se estremece y tirita. La respiración al ritmo de la muerte, un poco menos. El pensamiento detenido en un atasco sin semáforos ni tipos alterados al volante. Mejor una promesa de paz que una promesa de amor.  

Y quien quiera relumbrón, tu vida interesante, glamour de siete suelas, que se exilie a otros mapas con una cantimplora de Moet Chandon, un suponer.

Asumir que te sobren las tarjetas de crédito. Que no se te ha perdido nada en el restaurante de moda. Que para crear hay que callar, amputarse la boca y afilar bien los dedos. Que llenar la nevera quita mucha ansiedad. Que el mejor regalo sería una lista Spotify programada con tus músicas. Un ramo de peonías blancas. Aburrirte un segundo de tu vida para ver cómo es. Ejecutar al fin la lista de lecturas pendientes (Mr. Amazon, ¿quiere casarse conmigo?). Hacer estiramientos en la cocina mientras un guiso chupchup te despierta los jugos. Reírte a carcajadas en sueños, como a los veintipocos, ¿ya te acuerdas?. Permitirte no ser nada perfecta con tal de no ser vulgar.

Dress code: algodón 100%, sin gomas ni apreturas. Tu mejor crema hidratante corporal. Cerveza y foie.  Escribir, escribir, escribir sin etiqueta.

Enmarcar ese cuadro como misión, por fin, diría que cruzada. Un rato en el Retiro, mejor que en Central Park. Leyendo los periódicos bajo un árbol frondoso y firme que se adapta a la curva delicada de tu espina dorsal. Un paseo por Dufy en el Thyssen, si acaso. Besarte como si fueras el hombre de tu vida.

Aprender de los tipos que llegan a conclusiones simples tras conquistar el éxito. Estar siempre de ida.

Nada extraordinario. Todo absolutamente normal. Y sin embargo…