Mi querida Big-Bang:

¡Hoy estreno mi bicicleta!. La tengo delante de mí, azul y brillante, la promesa de una regresión a la infancia y a las costras en las rodillas. Yo era una cafre y solía soltar las manos del manillar para epatar a mis amigas, que venían diligentes a recoger mis pedazos cada vez que me dejaba los cuernos contra el asfalto.

“Una bicicleta es el pasaporte seguro a la UCI de cualquier hospital, nena”, dirás. Sí, pero también la fantasía de ser una parisina ligera y très chic que avanza con el rimmel en su sitio comiéndose en zigzag los Campos Elíseos. Una bicicleta en mi vida es la libertad incondicional, la conquista, el desmelene. Un halo de Carla Bruni pasado por el vendaval Sarkozy.

Me pregunto en qué marmita me caí para que me gusten tanto las cosas que suceden sobre ruedas. La ligereza, la ingravidez o el vértigo de comerme las casillas de la Oca de cuatro en cuatro, de puente a puente y me lleva la corriente. Corro para no estar parada, porque los estanques apestan y los renacuajos no hay quien los agarre. Corro porque el equilibrio sobre ruedas exortiza cualquier desequilibrio, digo yo, y porque si llego antes no me pierdo los principios, que los finales ya me los leí.

Recuerdo las siestas de sofá con el Tour de nana de fondo. Esa placidez de no prestar atención a los ciclistas pero incorporarlos a un duermevela con banda sonora original. Y el pedaleo de los ñoños/niños de Verano Azul, sometidos a la tortura de ir calle arriba calle abajo sudando por los rincones, mientras que el Chanquete se preparaba unos megabocatas de chistorra bien grasientos en su barco de Pim y Pom.

La bici como emblema de clase social, la bici como recurso literario, como atrezzo indispensable en un loft de esos vacíos y desalmados que pueblan mis revistas y mis madrugadas.

La bici plegable…y sin manual de instrucciones. O sea, que abro la caja con ilusión y veo un amasijo de hierros contorsionados que debo desperezar para colocar cada cosa en su sitio con una paciencia que no tengo, sin vocación y sin caja de herramientas que me asista. Mc Gyver, ¿dónde estás? Manifiéstate porque de no ser porque sé que la cosa lleva dos pedales juraría que esta bici de tercera generación trae tres. Por no hablar de que el sillín no encaja en su agujero, y mira que llevo un rato congestionada por la fuerza bruta que aplico a mi objetivo.

Tengo una bici y no me rendiré: Bicicleta o muerte. Las ruedas, por cierto, vienen desinchadas, detalle superpráctico. Y sin bomba. O sea, que pretenden que las hinche a pulmón, para que salga reventada de casa por la asfixia y dure un suspiro al pedaleo. Así la bici estará nuevecita y las chukis heredarán. También puedo convertirla en una instalación de artista. Se trata de ponerla junto al sofá con un cartelillo que ponga, verbigracia, “velocidad terminal”. Si Damian Hirst mete tiburones muertos en formol y se hace de oro, yo puedo customizar bicicletas y echarme a dormir. O algo.

Atentos todos a Madrid Directo que hoy puede ser mi día. Aviso que saldré vestida de astronauta, que ya estoy mayor para desangrarme los tobillos. Soy bicicleta y voy a la carrera. Frenética y divina. Traspuesta de velocidad y en pie de guerra.