“Ustedes se equivocan conmigo. Yo soy una alucinación colectiva”.

Cazo esta frase de Borges del libro “Personas e ideas. Conversaciones sobre historia y literatura“, de Enrique Krauze (Debate) y la encuentro conveniente. Las alucinaciones colectivas son nuestro sostén y veneno cada vez que entramos en la red social. No voy a moralizar no sea que me castiguen los dioses y esos preciosos paquetes que tengo a pocos metros sobre unos zapatos que hace tiempo que no calzo  se conviertan en humo y no haya quien los atrape.

Soy reina maga y niña al mismo tiempo. Soy la primera que se levanta casa día de Reyes para componer la arquitectura colorista de la ilusión (esa palabra cursi que evito y vitupero). Hace ya unos años no sólo pongo sino que recibo. Mis chicas disfrutan gastándose sus exiguos ahorros en regalos pequeños que son mis favoritos. El primer año fue una taza de los chinos  (me dijo L. el otro día que en el colegio de sus hijos les han dicho que decir “el chino” refiriéndose a la tienda es racista. La corrección política nos hará prisioneros de nuestra propia estupidez). También he recibido una carcasa para el móvil y un colgante. Cada año fotografío el botín antes de romper sus preciosos envoltorios. Y disfruto de estas horas de contemplación de la traca final navideña que es el recogimiento, ese silencio virgen donde piden paso los propósitos y se oyen los tic-tacs de dos relojes a la vez.

Yo, por pedir, pediría justo lo que no me pueden regalar. Tiempo. De todo lo demás estoy servida. Una hora extra sería suficiente, me parece. A falta de minutos violo páginas de libros y me encuentro hallazgos como perlas. Ustedes se equivocan conmigo. Las letras no me hacen tolerante. Últimamente me he vuelto gruñona y cuando atisbo conversaciones de modernícolas fascinados por una boutade muy fashion o muy cool me siento a mil kilómetros o a dos mil. Hace unas semanas viajé en el asiento de atrás de un coche. Delante iban dos hombres pasados de cincuenta que conversaban pensando que yo dormía. Uno le preguntaba al otro: ¿Tenías mucha afinidad con tu mujer? ¿Qué compartíais?, ¿cómo fue progresando en su enfermedad? y cosas así. El otro, un hombre pausado e inteligente, parco en palabras y de una presencia importante por cálida y pacífica, le contestaba sin remilgos y con delicadeza. Daba gusto ser vouyeur mientras la niebla escoltaba nuestro paso por una carretera desprovista de tráfico.

Hace tiempo que entendí el valor intrínseco de una buena conversación, y su excepcionalidad.  Una de esas desprovistas de paja, de temores, de lugares comunes y convencionalismos. Hace tiempo que siento que lo que nos conecta a las personas es el renacimiento en la palabra, el respeto al silencio, el sentido del humor. La mutua compañía sin abusos. La confidencia densa, el análisis de altura de ése que me alimenta  de pensamiento y palabra; la vuelta a casa andando, todo tan anecdótico, tan cercano; tan pleno y tan excepcional.  

Lo dejo ya, que escucho ruidos al fondo del pasillo. Toca abrir el misterio y desvelarlo. ¡Las alucinaciones colectivas son tan bellas al paso de los Reyes domésticos (que no la cabalgata, ese kitsch)!