“Recuerdo a tu hija I. cuando nos conocimos. Era una niña escondida detrás de sí misma

Ayer mi amigo J. el Pirata, patriarca de esa pandilla de Asturias múltiple, genial y luminosa,  me regaló esta frase por teléfono y corrí a contársela a la interesada, que se sonrió tímidamente mientras encogía los hombros como si quisiera abrazarse el corazón, ese gesto tan suyo.

Mi adolescente estaba estudiando, rodeada de libros y papeles y con el cuello proyectado hacia adelante como una tortuga. Zafarrancho de combate. La trinchera era un folio invadido por su escritura microscópica y un vaso con los restos del café. Y esa mirada azul turquesa de conejillo cansado, surcada de ojeras porque se juega mucho en un mes y lo sabe.

Por la noche, me acuesto antes que ella y siento que abandono la torre del vigía. Me cuesta creer que han pasado tantos años desde que yo misma me preparaba los exámenes finales de COU y la Selectividad, con esa sensación de tener toda la vida por delante, sí, pero detrás de un obstáculo tan largo y correoso como una cordillera. Noto que, sin proponérmelo, estos días la llamo en diminutivo y hemos dejado de discutir porque ambas comos conscientes de que no hay tiempo ni energía que perder.

Por primera vez en muchos años me asalta ese impulso salvaje de madre que quiere evitar que su hija sufra. Si pudiera, iría al examen en su lugar. “Cae García Márquez, fijo que este año cae”, sería la conversación en los corrillos de la clase. Pero mi hija, que tiene 17 años y ahora la veo niña, tan enjuta y pálida de responsabilidad, apenas comenta lo que se le viene encima, oculta como está en su cuerpo, perdida en un laberinto donde nadie más puede entrar. Y me veo llamando a su puerta, observándola en la media distancia y preparando el zumo de naranja y el sandwich cada mañana en una ceremonia silenciosa que ella agradece sin hablar, mientras apura  el vaso en cuatro tragos y el mixto en tres y medio para volar a su mochila y a su pelo y después salir pitando con su hermana.

Un día menos en el calendario. Ya queda un día menos.

En estos días siento que ser madre o padre de adolescente se parece a velar armas.  Uno no puede intervenir, y a menudo no debe, pero hay que estar. Mi hija agradece el movimiento a su alrededor, la caricia dejada distraídamente, la pastilla para sus migrañas junto al vaso de leche, el horario estricto de las comidas y el descanso. Saber que si levanta la vista va a encontrarme. Aunque apenas me dirija la palabra. Y a través de la pared que separa su cuarto del mío la oigo respirar, trabajosa, y la veo frotarse los ojos y mirar el reloj. Y me levanto para darle el toque de queda. Y protesta porque aún no ha terminado la lección, y le digo que quince minutos más, y me vuelvo a la cama pero me levanto hasta comprobar que duerme. Y ahí soy madre antes que nada. Casi tan madre como cuando ella nació y a ratos me asomaba vigilante a su cunita para asegurarme de que respiraba, esa ansiedad de primeriza.

Lo dejo ya. Su despertador está a punto de sonar y aún se deja despertar como cuando era pequeña y abandonaba el parapeto de su cuerpo para refugiarse en el mío. Tan tímida y tan ella.