Monica Lewinsky

Me pasa que cuando he terminado un libro de esos que además de una prosa magistral, una historia consistente y unos personajes adictivos, te regalan dos o tres revelaciones, siento reparos al arrancar el siguiente. ¿Y si no me hace tan feliz? ¿Y si me condena a la intemperie fría de las sábanas y me obliga a apagar el pilotito de la luz a la hora prevista, en lugar de arrastrarme febril por sus páginas sin mirar el reloj?

Y sucede que atravieso las primeras páginas del intruso con cautela y cierta animadversión. Me hubiera quedado con el otro a vivir para siempre. Era mi amor y mi destino. ¿Cómo te atreves a interrumpir el idilio con un paisaje nuevo, con un personaje tan distinto, querido Eugenides?

Sí, abandoné “La Trama nupcial”(Anagrama) porque no era su momento hace ya meses. Lo dejé en vía muerta a la espera de un arrebato de excitación que no llegaba. Fueron pasando otros, le hicieron cortes de manga en el camino y el pobre Eugenides, que me deslumbró como a tantos en “Middlesex” o en “Las Vírgenes suicidas“, se quedó en el rincón de los pasos perdidos, en el desván polvoriento de las caóticas que esperan un milagro de la literatura. Una transformación en toda regla y no sólo un encuentro cada noche, el sexo rutinario y obediente a una coreografía mil veces

ensayada.

Y entonces ayer, en la desolación de un domingo por la tarde vencido y sin bombillas de colores, coqueteé con Jeffrey. Primero volví a leer sus dedicatorias, con las que recuerdo haber arrancado un post en su momento (“La gente no se enamoraría nunca si no hubiera oído hablar del amor“. FranÇois de La Rochefoucauld). Luego me levanté y me preparé una infusión. Sin prisas. Dejé que el burbujeo lento del agua al hervir pusiera música a mi diletancia lectora. Me ovillé en el sofá, esquina izquierda, cojín gris con borde rojo, ligeramente rasposo. Revolví con la cuchara. Puse a Miles Davis. Arranqué:

“..y cuyo centro de atención se iba estrechando poco a poco como en un test de personalidad -uno sofisticado en que no puedes hacer trampas adivinando la intención de las preguntas y acabas tan perdido que lo único que puedes hacer es responder con la verdad palmaria-. Y al cabo quedas a la espera del resultado, confiando en que te salga “Artística”, o “Apasionada”, y diciéndote que podrías seguir viviendo si te saliera “Susceptible…”.

Madeleine, la protagonista, iba tomando forma ante mí, pero no le iba  a ser fácil ganarme. Tenía un punto postadolescente que jugaba en contra. Yo venía de un libro sobre adultos varados en los cuarenta, como yo misma. Gente a punto de tomar decisiones que cambiarían sus destinos para siempre. Y aquí me saludaba una chica despreocupada que en vísperas de su graduación se ha pillado una cogorza con un vestido prestado y apura el momento de bajar al portal, donde sus padres, dos estirados neyorkinos, la esperan impacientes para ir a desayunar antes de la ceremonia.

Y ella, Madeleine, lleva una sospechosa mancha en el vestido. Un Lewinsky, cabe suponer.

Rechacé de inmediato al personaje. Cerré el libro. Hice dos transferencias bancarias. Fui a la cocina. Comprobé que no tenía ingredientes para algo más que una cena triste con las chukis. Hurgué el congelador. Extraje dos o tres bultos plastificados al azar. El tiempo se obstinaba en quedarse detenido. Volví al sofá. Me tapé con una manta. Tarareé los acordes del jazz. Cogí distraídamente los apuntes del curso. Los abandoné enseguida. Abrí el ordenador y escribí unas líneas de mis otros deberes: Mi primer afeitado. Debía ponerme en la piel de un chico que se afeita por primera vez. Me salió el título enseguida: “Los hombres no lloran”. Lloré.

¿Artística? ¿Apasionada? ¿Susceptible?…¿Todo a la vez?

Querida Madeleine, puede que tengamos algunas cosas en común. Algunos de los libros de tu estantería, esos que glosa Eugenides al arranque de la novela, son también los míos (Eliot, Bronte, Colette,Henry James...). Ya no llevo vestidos prestados salvo a las fiestas, y no suelen terminar a lo Lewinsky, aunque no me importaría si fuera con el hombre de mi vida.

Respecto a tu curso de Semiótica, ya hablaremos al respecto, tranquilamente. La Semiótica se me antoja el intento de dotar al caos de las palabras de un sostén científico hostil.

Esta noche, cuando retome las riendas de mi cama, te espero en la página 83, allí donde nos quedamos. Habías reconocido tu ignorancia de Fellini y tenías una cita con un hombre para ver “Amarcord“, ¿recuerdas?

Que pases un buen lunes, querida. Yo haré my best, pero no prometo gran cosa. Acabas tan perdido a veces que sólo puedes responder con la verdad. Tienes razón, mi Jeffrey. Cualquier artista apasionada y susceptible hace tiempo que lo sabe.