Comparto confidencias hace poco con alguien que piensa parecido. La diferencia probable es que hemos llegado al mismo sitio por distintos caminos. Que los mojones que marcaron los tropiezos no coinciden y nuestros husos horarios tampoco. Hay encuentros que son una parada con banco de madera, un magnolio balsámico de hojas brillantes y flores abiertas, perfumadas,  y el tiempo por delante sin reloj. Citas inesperadas que dan paso a la amistad probable, o al intercambio de cromos cuando ya habías dejado de coleccionar.

Cuaderno de bitácora. Después de desgañitarme contra la estupidez de los libros de autoayuda descubro que mi amado Fernando Pessoa es uno de sus autores destacados. Leerle puede salvarte la vida o borrar el mal sabor de boca de un texto mediocre que se quedó en impulso bienintencionado y pienso abandonar en un banco de la calle para que algún incauto de manga ancha literaria-más bien manga kimono- se lo lleve.

¿Entonces, por qué escribo? Porque, predicador como soy de la renuncia, no aprendí todavía a llevarla a cabo plenamente. No aprendí a abdicar de la tendencia al verso y a la prosa. Tengo que escribir como si cumpliera un castigo“. (Sí, sigo con El Libro del Desasosiego y soy una pesada, pero no todos los días das con el amante perfecto, incansable, imaginativo y atento. Muy atento)

Intuitivamente elijo la compañía de personas que no se doblegan a las convenciones sociales ni vitales.  Ayer J. me decía -un café fantasma, dos gin tonics por favor- que  el precio es estar solo, aunque en el fondo el solitario intuye que sería más sumado a otro como él. Un solo aprende a montárselo con cada vez menos elementos. Un libro, un teclado, un concierto de oboe y una lata de mejillones. Por ejemplo. Soy yo y mis partículas esenciales. Vestidos negros, escotados, vaqueros de hechuras diferentes, botines de todas las alturas y maquillaje ligero, imperceptible. Y llega un momento en que si te llaman -tu madre, el inspector de contadores del agua, la vecina de la Thermomix- te cuesta salir de la guarida caliente. De los brazos de Fernando mon amour. De tu fondo de armario en el que todo va con todo. Permutación perfecta, y esa calma…

Café Colón, Madrid

Diagnóstico primavera. Fin del duelo. El viento barrió ya las partículas de lava tras la erupción volcánica de agosto. Queda en el suelo la marca indeleble de las brasas y cierta melancolía sólo a ratos que, mirada de cerca, se asemeja bastante al olvido. El hombre del tiempo pronostica anticiclón y margaritas. Los trinos de los jilgueros del patio se han adelantado y a las 5 a.m -una hora menos en Canarias- ensayaban a lo bestia. Olía a mi perfume de Panthere, versión verano (oh, Cartier!), que disperso por la almohada generosa como un derroche ritual y necesario cada noche. La radio susurraba algo sobre la “política de la indecencia” y un nuevo escándalo de corrupción se hacía carne y acampaba entre nosotros.

Pero Fernando no estaba para contrariedades. Vamos, niña, apaga ya a esos agoreros y abrázame fuerte. Y enseguida, como si tal cosa, “La libertad es la posibilidad de mantenerse aislado. Eres libre si puedes apartarte de los hombres sin que te obligue a recurrir a ellos la falta de dinero, o la necesidad gregaria, o el amor, o la gloria, o la curiosidad, cosas que ni del silencio ni de la soledad pueden alimentarse”.

Salir de la cueva o quedarse en ella para siempre, pero que se haga la luz.  Hacerse predicador de la renuncia o no renunciar jamás -acto de fe- a pesos y medidas aúreas, infalibles. Las letras, las palabras. Atropellar a una mujer sola que se despide en una acera con un abrazo breve. Escribir como si cumpliera un castigo autoinfligido. Sesión de sadomaso tierno con Fernando, cartel de no molestar, un pizzicato. Y a esperar que broten esas flores, que ya toca.