Querida Big-Bang:

Tengo que confesarte algo, ahora que me he tomado el suero de la verdad (que, puedes estar tranquila, esta vez no es una Larios, la ginebra de los profesionales). Aquí donde me ves, tan racional, tan cartesiana, tan chica sin recovecos, pliegues ni curvas tortuosas, no arranco el día sin leer el horóscopo de Walter Mercado. Y sin interpretar convenientemente sus augurios para que todo se cumpla al detalle antes del anochecer. Es lo que tenemos las mujeres racionales, cartesianas. Eso y lo de visitar a la bruja una vez al año.

¿Que si te estoy poniendo los cuernos con una sacamantecas? No, mujer, noooo. Lo de ella es una fantasía inocente, una incursión en el más allá con bola de cristal. Un desahogo anual que me deja el bolsillo tiritando y la cabeza llena de pájaros. Un suponer: cuando ella me dijo que el hombre de mi vida estaba al caer, que era moreno, con los ojos claros, un tic facial y que en su lugar de trabajo sonaban muchos teléfonos y nadie los cogía, me pasé todo el año visitando ministerios, centros culturales, hospitales para enfermos de Parkinson y oficinas del INEM.

Cada vez que avistaba un hombre de esas características, lo miraba intensamente y, si él parecía mostrar interés, le sonreía. Conseguí tres o cuatro citas, con tres o cuatro pelmas casados y con temblores en los párpados que se pasaron la cena contándome lo arpías que eran sus respectivas. Y por ahí no paso. Yo no violo la sagrada ley de la solidaridad entre mujeres. Más si están casadas con funcionarios, bibliotecarios o parados con tics.

Pero conste que las cartas no mienten. Una, que ya es perra vieja, sabe de sobra que si sale la muerte en el tarot, que es la que lleva la guadaña, más te vale quedarte en casa una temporadita, aunque una docena de morenos ande por ahí fuera, aullándote desesperados. Igual que sabe que, de irrumpir la carta del Mundo, la suerte estará de tu parte y habrá que echarse a la calle ligerita de ropa y cargada de insensatez, a lo que salga. Aclaro que hasta la fecha esta última no me ha tocado nunca, pero de guadañas tengo un cuarto-museo en casa y organizo visitas guiadas.

Y mira que intenté sobornar a la bruja para que hiciera trampas con el mazo. “Hija, las profesionales de la videncia, como las putas, tenemos nuestra deontología profesional. Si no, el gremio se iría al garete”, me respondió la última vez que se lo insinué. Y tuve que marcharme una vez más, con el rabo entre las piernas, a buscar indicios chungos por tierra, mar y aire. Agotador, sí.

Así que he pensado que con lo que me gasto en esta profesional del desengaño voy a comprarme un bolso de Vuitton con remaches de cocodrilo en peligro de extinción. Y que los potenciales hombres de mi vida más vale que enciendan el sónar y se apliquen en mi búsqueda. Una pista: Si creen identificarme, y para que no haya pérdida, sólo tienen que decir el santo y seña: “Larios, la ginebra de los profesionales”.