Cecilia, la cantante, era de El Pardo y laísta.

“Quien la escribía versos dime niña quién eraaa…”

Así me he despertado esta mañana, con la voz lánguida de aquella mujer de melena lánguida que se mató en un accidente y que era laísta a tutiplén.

La mandada un ramito de violetas”.

Supongo que si eres cantante, laísta y te matas en un accidente de tráfico tus cronistas por decoro no mencionan esa patada a la sintaxis. Los Beatles, diréis, hacían letras muy tontas y han mantenido su eternidad, amén de las peleas entre ellos. Pero claro, los piques de banda son mucho más glamourosos que el laísmo. Dónde va a parar.

La eternidad, digo, es así de vengativa. Te mueres satisfecho porque una generación entera -la que en los setenta oía la la radio y veía tele en blanco y negro- tararea “Un ramito de violetas” y treinta años después una tarada -yo misma- se despierta un lunes acunada por tus gemidos –“era feliz e su matrimonio, aunque su marido era el mismo demonio”– y diciendo: “Qué tía más laísta, la jodía”.

No quisiera parecer irrespetuosa. Soy de esos que cantaban por Camilo Sesto en aquellos años y jamás me cebé cuando le dio por pasar de “Vivir así en morir de amor” a Jesucristo Superstar. Me pareció que el hombre estaba pasando su karma antes de enloquecer definitivamente. En la primera camiseta que recuerdo haber llevado con gusto ponía “Montreal 76” (antes fueron los vestidos, que odiaba como odio hoy el laísmo). Los hijos de los setenta veíamos al ballet Zoom en la tele y no se nos ponían los pelos como escarpias. Era, sí, una horterada en toda regla, pero imagino que estábamos vacunados contra ello y mucho más pendientes en estrenar la democracia. No teníamos cuerpo para detectar laísmos, en resumen. Pero ahora que somos demócratas y el Rey ha retrocedido varias casillas en el tablero, pillamos los errores y las patadas al diccionario al vuelo. Aunque sea lunes y hayamos dormido lo justo.

 “Desde hace ya más de tres años, recibe cartas de un extraño, cartas llenas de poesía que la han devuelto la alegría”

Madre mía, ¡que me sé la letra y aún voy por el primer café!

Las niñas de los setenta crecimos pensando que un marido era un tipo malvado que en casa te hacía la vida imposible y, con suerte, en secreto te escribía versos y te mandaba flores. Pero sólo en primavera. Vamos, que de mayor te pasarias tres estaciones completas a dos velas aguardando el momentazo y con un hombre insoportable. Tanto, que podía provocarte un laísmo crónico.

Esa fue mi educación sentimental, y ahora lo entiendo todo. Esa mujer de melena larga y cara de no haber roto un plato nos dejó tarados e incapaces de amar sin mirar de reojo a los hombres. “¿Será este también el mismo demonio?”. Así dimos por bueno que el hombre tuviera “un poco de mal genio” y una cosa llevó a la otra. Catastrófico.

Conste que no tengo nada personal contra Cecilia. Pero aprovecho su aniversario funesto para reivindicar que de inocente, nada. Que muy bien toda esa parafernalia del “Soy rebelde porque el mundo me ha hecho así”, pero que si aguantas a un tío desagradable y encima aseguras que eres “feliz en tu matrimonio” estás perpetuando el maltrato psicológico. Y suerte tuvimos las niñas de entonces de ser pequeñas. Pero a cambio caímos en las redes del laísmo y del leísmo. Y aún hay ocasiones en las que nos lo pensamos al escribir, y hacemos el truco de pasar a pasiva la oración, y si es complemento directo será “lo” o “la”. Si es indirecto, “le”.

Tengas ustedes un buen lunes y, como moraleja, no menospreciemos las letras de las canciones que escuchan nuestros hijos. Por mucho menos se gestan traumas y el diván sale por un pico. El ramito de violetas se lo va metiendo usted por donde LA quepa, señorita. Y los hombres que vivan con nosotras que nos reciban sonrientes y se dejen de cartas llenas de poesía. Que de la alegría ya nos ocupamos nosotras. Si eso…