Librería San Ginés

“Cuando pienso en mi esposa siempre pienso en su cabeza. Para empezar, en su forma. (…) Como un duro y brillante grano de maíz o un fósil en el lecho de un río. Resultaba bastante fácil imaginar su calavera”.

Ayer le regalé a mi adolescente el libro “Perdida” (Gone Girl), de Gillian Flynn, en un intento más de proselitismo literario con concesiones. “Perdida” pasa por ser un best seller digno,  a prueba de recelos de lectora pejiguera. “Su autora es algo así como la hija bastarda de Jerry Seinfeld y Patricia Highsmith“, asegura el crítico Rodrigo Fresán, de quien me fío. Su arranque me parece bien. Su final, lo mismo: “No tengo nada más que añadir. Sólo quería asegurarme de tener la última palabra. Creo que me lo he ganado”.

Yo me había ganado salir a merendar a la Chocolatería San Ginés. Un plan transgresor y modernícola de viernes si no eres una señorona con laca ni una guiri ansiosa de lugares “emblemáticos” (me sale urticaria sólo de teclear el adjetivo). Yo pedí churros light y al parecer de eso no tienen. En lugar de chocolate espeso, un francés (que no es sexo oral sino algo parecido al Coca-Cao. Una mariconada, con perdón. Así que me pasé el rato mojando mis churros en chocolate ajeno).

Cuando pienso en el chocolate espeso siempre pienso en los sábados de mi infancia fugitiva. En la barra libre de amor y desagravio. En lluvia afuera libre, impetuosa,  y yo dentro con un libro y una manta de lana en las rodillas. 

De San Ginés lo que más me gusta es ese callejón del mismo nombre que hay que recorrer para llegar, entre la boite Joy Eslava (“la Joy”) y esa librería vieja y descapotable donde mi ex suegro solía detenerse para acariciar los lomos de los libros más vetustos. San Ginés es un triángulo de las Bermudas donde naufragas en las letras, en la música o en las grasas saturadas. Y siempre te rescata alguien.

Ayer fui rescatada por M. y T. Mis dos cómplices han decidido que debo sacar mis plumas a pasear y quitarme el negro a jirones. “Es muy fácil, yo me iba a un bar de Pelisordo cuando estuve de enfermera y me pedía algo en la barra. Así pasaba el tiempo hasta que se me acercaba alguien y me decía: “Ah, tú eres la enfermera, ¿no?”. Les conté que estoy siendo tentada para entrar en un grupo cuyo fin es cumplir un sueño. Les confieso mis reservas:

-Veréis, yo odio la palabra sueño como odio la palabra ilusión, el granito de arena, la punta del iceberg, la autoayuda, el tofu o la mermelada de frambuesa. Mi único sueño es conseguir dormir del tirón siete horas sin ayuda. Y que alguien invente los churros light.

Cuando pienso en los sueños, querida Gillian, pienso en que últimamente mis pesadillas son caminos que se hunden bajo mis pies o bajo las ruedas de un Golf GTI rojo con el que aprendí a conducir. Arenas movedizas que me absorben y yo no hago nada. Me quedo tumbada boca arriba, sin gritar, y aguardo tranquila a que llegue y me rescate. Tic, tac. Y nunca llega. Y se hace el vacío dentro de mi cráneo. Y no vislumbro mi calavera, por más que me concentro. Pero sí el olor a hueso chamuscado.

-Yo ligué con un oculista que estaba muy bueno, hasta que un día en que quedamos se empeñó en mostrarme las fotos de su viaje a Ibiza y en todas estaba en pelotas.
-Pues yo me repartí el ajuar con M. cuando rompimos justo antes de la boda. Él los vasos, yo las copas. Y media vajilla para cada uno. Ahora sólo tengo platos llanos.
-Chicas, ¿qué hago con lo de los sueños? Me he propuesto ser muy openminded en 2015. ¿Digo que sí y ya veremos? Dame ese churro, anda.

De San Ginés hay que tirarse al Pisco Sour. Ese brebaje mágico que te empuja a escuchar a la Enfermera del Amor atentamente cuando te ordena apuntar un teléfono y llamar a un tal Manuel que organiza excursiones al Cerro de no sé dónde. Y apuntar obediente otro teléfono que te pasa M.  para dar clases de tango con un tal Ezequiel, mano de santo. (Esequiel, me corrige M.).

Casi a punto de disolvernos, me llama A. Lleva dos meses desaparecido por el luto pero lo primero que me cuenta es la película que acaba de ver, “Enigma”. Luego me confiesa que tiene la sensación de haber estado seis años en lo alto del Empire State y ahora yace abajo, aplastado. Le propongo que vayamos juntos a clase de tango. Se ríe.  “¿Tú cómo estás, chica guapa?”. Estoy bien, amigo. Con ganas de baile aunque ya sabes que no me dejo llevar…

Cuando pienso en el tango pienso en un caldo caliente de gallina. En billetes de ida. En llamar a Esequiel o no llamarlo. En que hoy no pegué ojo pero tengo una fiesta y debo elegir vestido y unos buenos zapatos. En chocolate espeso…En Lisboa, en Nueva York.