La vida de Adele

No se pueden mezclar ostras con espaguetis. Esto pensé a la salida de la película “La vida de Adele”. Tres horas de historia de amor lesbiano donde lo distinto no es que dos mujeres muestren en largas secuencias todo el catálogo de posturas sexuales explícitas y pliegues por explorar entre dos cuerpos perfectos, bellísimos, sino que una quiere ser maestra y en su casa el manjar son los bolognesa de su padre y la otra es una artista cool cuya madre recibe con ostras y exquisito vino blanco.

Hay un momento en el que la artista -esa Kate Moss del cine francés perturbadoramente bella y llamada  Léa Seydoux – le dice a la maestra que por qué no escribe. Que eso es lo que debe hacer. Que se deje de limpiar mocos en una escuela, que debe encontrar algo que la haga feliz. “Tú me haces feliz, ya lo he encontrado”, responde la pobre Adele, trastornada de amor, de celos y de esa sensación incómoda y perturbadora de no ser suficientemente bueno para la pareja. De no estar a la altura. De que ese amor se escapa y para retenerlo se hacen tonterías como acostarse con un hombre siendo lesbiana. La máxima expresión de la renuncia a la identidad.

Hay un instante en que la tierna y sensual Adele ya no es suficiente para seductora y salvaje Emma. Que el encanto cálido de los espaguettis pasa a ser una catetada de clase media sin ambiciones. Que el sexo es un afán inútil. Una coreografía previsible que exige un después. Un territorio vestido, quizás, donde intercambiar opiniones de esto y aquello. Donde nadie le pida a nadie que sea otra cosa -esa lección que tardamos tanto en aprender, si la aprendemos-.

Adele&Emma

Dos cuerpos de mujer se retuercen sobre el suelo como lombrices nerviosas y encuentran acomodo, y gimen, pero luego hablan otro idioma y no se entienden. 

De esto habla “La Vida de Adele”. Y podría haberse contado con un hombre y una mujer. O con dos hombres, me parece. Abdellatif Kechiche narra cómo las expectativas se dan de bruces cuando llega la insatisfacción. Y ese momento frágil de la pareja en el que sale de su agujero solitario, del tú y yo, para incorporarse a los amigos y familiares del otro. Al entorno social, cultural, profesional. Y a veces el aterrizaje es catastrófico y la nave se rompe y no hay quien recomponga los añicos.

Y cuenta, también, que esas parejas en las que uno ama más que otro pueden caer en el masoquismo: Yo te daño para comprobar tu resistencia. Yo te humillo para ver tu reacción. Y que cuanto más entrega el entregado más excita en el otro el deseo de estirar los límites. Y el ¿amor? termina siendo una relación de vasallaje condenada a la deriva.

Y entre Adele y Emma te quedas con Adele, que ha explorado su sexualidad siendo adolescente y con su entorno en contra. Que ha comido ostras aunque le dieran asco. Que no ha dejado de limpiar mocos en el colegio porque ama la enseñanza y a esos niños. Que se pone en ridículo, sí, espoleada por la pasión y la dependencia, pero sientes que tiene redención. Que ha crecido y sus heridas curarán. Mientras que Emma destroza corazones y se revuelca en su mundo cool de postizos intelectoguays que interpretan cuadros sorbiendo Moet Chandon. Y busca, y busca, y nada le dará satisfacción. No del todo. Y seguirá mirando el plato de espaguetti con esa condescendencia azul mientras se atiborra de unas ostras que juraría que ya no le saben a nada.