1.”En algún momento todos somos minoría para alguien“. Lo dijo Hanif Kureishi y corrí a subrayarlo tras comprobar una vez más la brillantez de un escritor que chisporrotea cada vez que abre la boca y del que aún no he leído “Intimidad” (Imperdonable). Por eso viajar es tan importante, ¿verdad, Hanif?. Sentirse extranjero. Entender poco o nada lo que nos dicen. Entrar en grupos hostiles para salir un rato después, justo cuando empezaban a aceptarnos. Experimentar el desgarro. Cicatrizar la herida. Quitarle dramatismo. Poder reírse luego. Me apunto de inmediato al Kureishi way of life (exceptuando lo de ponerme la bufanda cuando juegue el Manchester United).

2-“He vuelto al pornogym“, me informa C. Y acto seguido me hace una representación de la clase donde una monitora sexy y esforzada  anima a sus alumnas -“Maris de Fuenlabrada”- a tocarse sinuosas a golpe de cadera con una afectación tal que, sentencia C, “es una guarrería, pero en fin”. Al otro lado del aula, pared de cristal de cristal mediante, un grupo de forzudos levanta pesas. Mi C. se teme que un día pase lo peor por efecto de un mal despiste combinado con el inevitable calentón. El porno gym de Fuenlabrada va a hacer historia. Y si no, al tiempo.

3-Decido que el protagonista de mi próxima historia sea un resentido. Los adoro a nivel teórico. El resentimiento es denso como un yogur griego y no se limpia ni con KH-7.  Son esos que se pasan la vida señalando lo que el resto hace mal. Encierran un victimismo atroz y su rencor está sobrado de decibelios. Si rascas percibirás notas de envidia, matices de complejo de inferioridad/superioridad y una predisposición a la venganza que sólo frena su irremediable cobardía. Un chollo, a nivel ficción.

4-Intento por dos veces alquilar una casa de verano a través de una página llamada Tripwell, que tiene buena pinta y ofertas que no encuentro en otras. Elijo una, me retienen de la cuenta una cantidad considerable (el total del alquiler) y 24 horas después me dicen que la casa no está disponible (cuando lo estaba). Me indigno pero dos semanas después vuelvo a intentarlo al encontrar otra que me agrada. Disponible, compruebo. Me bloquean el dinero de nuevo.  Cuatro horas después vuelven a comunicarme que ya está alquilada. Me siento estafada. Decido contarlo aquí para contribuir a desenmascararlos.

5. Ceno con mi amigo J. y hacemos manitas, como siempre. Su ternura universal sólo es comparable con la delicadeza que derrama sin usura y un entusiasmo contagioso por el reencuentro que celebramos en La Santa con unas croquetas de jamón y unas tortitas de atún crudo mundiales. Yo, además, me pido una margarita porque un martes merece saltarse al código viernes si el calor afloja y la amistad nos cobija bajo sus alas. Llegan su novio y su hijo, y sólo veo una familia feliz, repleta de cariño y normas claras. Me pregunto cuántas heterofamilias son capaces de proveer a un hijo -adoptivo, en este caso- de esa seguridad que es un techo de titanio con un suelo de césped húmedo y recién cortado. Me indigno ante esas voces cargadas de razones que prohiben que dos gays sean padres, por alguna perversa asociación de prejuicios. Orgullosos de su mayoría ortodoxa y arrogante. Y luego, en el taxi que me devuelve a casa, imagino que el orgullo gay podría ser una foto de mis tres amigos -dos padres, un hijo- alrededor de una mesa de domingo donde siempre hay pollo con patatas, conversaciones que amaría Kureishi y siesta colectiva en el sofá.