Los obituarios siempre me provocan el mismo pensamiento. Son una usurpación, un desatino. Llegan tarde, mienten como bellacos, exageran y ocultan con su niebla hueca de adulación o rabia contenida. Cuando el interesado ya no puede agradecer, revolverse, quejarse, correrse de placer, envanecido. Ayer Chus Lampreave y Manolo Tena. Hubiera sido mucho más provechoso publicar tantas palabras huecas, solemnes, emotivas, dos días antes, tal vez tres. Poner sendas linternas en los rostros de los morituri y explorar sus reacciones. Cómo suena que se acuerden de uno, pulidas las gestas, las canciones, los alardes de ayer. Los fallos con sordina. Redoble de campanas.

Uno tiene derecho a saber qué fue para el mundo que deja. Morirse es el fin supremo de la vida, y queda en manos de otros, de plumas aspirantes, pulsos débiles, enclenques, enfermizos. Qué atropello.

Imaginemos, por ejemplo, a un condenado a muerte. Nada más vulgar que elegir el último alimento (los norteamericanos son muy de Whopper completo, leí una vez o me lo invento). ¿Por qué no elegir el último polvo, la última manicura, el deseo más oscuro y militante? Habría que publicar en prensa nacional, cuerpo 18, arial o roman, semibold, una convocatoria al panegírico o a la demolición. O tal vez al brote simbólico justificativo. “Mató por no matarse“, por ejemplo. “Fue un hombre cabal que un día aciago, febril, olvidadizo, resbaló y pisó con su bota Dr Martens un par de insectos que resultaron ser dos niños. Niño y niña. Apenas ocho años. Rubito y pelirroja”. “Gustaba de beber como un gitano en la Noche de San Juan”. “Tenía  seis piezas dentales propias. Dos incisivos, cuatro molares” (apunte objetivo, nada que reprochar seas quien seas).

Chus Lampreave

 Todos, hasta el más vil de los seres humanos, somos literatura póstuma para alguien. Aunque sea a la contra; una sentencia tóxica, de cuerpo desmembrado que se abraza después del vapuleo. La rabia en la escritura alumbra exquisitas estrofas, ya sabemos. El amor cursiladas, qué le vamos a hacer. Y si vas a morir ya no hay trauma posible cuando una escriba pulcra, digamos que de China o de Japón, inexpresiva, glose con olor a lavanda y acero tus hazañas como un relato tenso que termina fatal, seas quien seas. Tú en la camilla, yerto, con tubos y electrodos en cráneo, pecho,  extremidades. Deslumbrado bajo un fluorescente que crepita, fallos de conexión inevitables. “Fue un miserable cinco estrellas, pero no incurría en laísmos ni discordancias verbales”. Escribirán. Y brotará de tus labios una mueca ligera, apenas perceptible para el verdugo que fuma en la cabina, de orgullo mal nacido. “Fue un consumado hijo de puta, cierto,  afilaba los cuchillos como nadie y cantaba por Manolo Caracol”. “Era sobreactuado, bizco de entendederas, corto de aliento, buen contador de chistes. Coleccionaba insectos de ala ancha”.

Te mueres y te mueres, y entonces desempolvan tus proezas. Blablablá. Uno debiera tener el derecho de escribir su obituario.  “¿Creísteis conocerme, miserables? Pues ese no era yo, yo era mucho más y también mucho menos”. Te mueres y quedas a merced de lo que escriben tipos que esa noche cenarán con sus esposas y pelearán con sus hijos por el mando de la tele. Lo que es la vida. Y tú, ya al otro lado, tendrás que soportar que alguien diga (de ti) la última palabra. Ese adjetivo que sustantivará tu adiós. Y siempre será corto, o será largo. Y sentirás que ya escapaste, que ya no hay vuelta de hoja. Qué cruel fabulación, aunque fuera lisonja bien parida. Malditos sean los otros que te chupan la sangre cuando ya se enfrió y escriben con tu tinta. Y entonces mueres otra vez, pero ya nadie llora. Qué necrológica tan bella y temperada que algunos recortan y pegan en un álbum.

La SGAE debería perseguir esta cruel usurpación. Los derechos de autor, para las viudas de lágrima sincera. RIP.