Confieso que el asalto al Capitolio me sigue quitando el sueño. Es un acto de profunda barbarie que demuestra hasta qué punto las masas son capaces de los actos más abyectos y dramáticos. Ser masa es renunciar al criterio, ese ejercicio que requiere tiempo, esfuerzo, compromiso y capacidad de decir “no, gracias” a propuestas de toda índole, vengan de donde vengan. Lo que no debe confundirse con ser grupo, entidad plural con ideales, ambición y propósitos semejantes. Una suma de criterios parejos que adquiere fuerza en comunidad (y que, cierto es, en ocasiones corre peligro de tornar masa. Los seguidores de un equipo deportivo pueden ser grupo o masa, dependiendo del grado de civismo de sus acciones).

Defender el criterio es un acto de valentía que agradece la pluralidad de puntos de vista, se alimenta de proteína intelectual y no encaja con la complacencia o la adulación.

Ser masa -me parece- es renunciar a comprometerse con una identidad propia y sólida que no gustará a todos, ni falta que hace. Es ser un cartucho en la pistola de cualquiera, se vista de lobo mamarracho de reserva india o de activista violento y radical.

(La masa ha perpetrado algunos de los dramas sociales y políticos de nuestro tiempo. Puede que todos. Siempre teledirigida. Siempre al servicio de intereses ajenos tras los cuales suele haber entidades que no dan la cara y nos hacen creer que también son nuestros intereses).

Y no, no caigamos en la trampa de creer que sólo son susceptibles de fundirse en masa las personas con poca educación, cerebros alimentados con bollería industrial y consignas LDL lanzadas en redes sociales o programas televisados de bochornosas audiencias millonarias que se justifican desde la misión de entretener (las de “formar” e “informar” se las pasan por el forro) y desafían a los misiles morales de los que consideran “esnobs o clasistas”. Los que dan likes a perfiles de dudosa catadura ética y estética. Los que eructan en directo o tocan el culo a las mujeres y se jactan de que es lo “natural”, eso que nos iguala como seres humanos. La “verdadera” democracia de la flatulencia, las heces y la miseria que la cultura intenta masacrar en pos de una elevación del espíritu necesaria, esa que nos dignifica.

El señor de las moscas

Me da pavor comprobar que ahí fuera, -y no sólo en EEUU, desde luego- hay una masa rabiosa dispuesta a lanzarse a las barricadas sin atisbar que su fondo está lleno de cucarachas o monstruos fétidos de siete cabezas que vomitan hiel (para mí, fóbica perdida, vienen a ser lo mismo). El populismo es un veneno mortal que siempre estuvo pero ha encontrado en la globalización y las redes sociales el magma ideal para prender y anegarnos con su pestilencia. Las consignas maniqueas son mucho más fáciles de suscribir que los matices. El territorio gris requiere reflexión, conocimiento y contexto para interpretarlo. El blanco y el negro son llamadas al absoluto que se responden desde los intestinos. Allá donde habitan los detritus sobre los que algunos arrojan colonia para disfrazarlas de proclamas furibundas.

La masa reacciona al ácido. El grupo, a estímulos variados, a menudo más vivificantes. Ayer la nevada cubrió Madrid, mi ciudad, con su manto y los vecinos del barrio nos echamos a la calle esquivando árboles y cornisas y presas de una excitación infantil pese a que la noticia entrañaba peligro. Había personas bloqueadas en la carretera desde hacia 20 horas, mujeres que se estarían poniendo de parto sin asistencia, hospitales inaccesibles, árboles tronchados, pero todos saltábamos y nos reíamos y saludábamos a perfectos desconocidos con la euforia de estar viviendo algo irrepetible. Mi hermano y sus hijos construyeron un iglú. Otros hacían muñecos de nieve y una mujer mayor nos preguntaba desde el balcón si creíamos que podía bajar sin resbalarse. Bronte, nuestro perro, saltaba febril y alborotado y se comía las bolas de nieve que le lanzábamos. Fue una reacción liberadora, tras muchos meses de confinamiento mental y físico, de incertidumbre y miedo. Un desahogo histórico que por unas horas nos hizo olvidarnos de un año pandémico horríbilis y un comienzo de 2021 con asalto de hordas barbaras a uno de los cuarteles simbólicos de la democracia.

Mañana mi barrio estará cerrado, como otros muchos de Madrid y de otras ciudades y municipios españoles. Las noticias de los informativos volverán a abrir con el coronavirus y sus estragos y las estatuas del capitolio, ensangrentadas, lucirán de nuevo sin mácula. El niño y a la niña que sacamos de nosotros a tirar bolas de nieve volverá a su guarida y ojalá hayamos aprendido alguna lección de todo esto. Que solo el respeto y el criterio separan al hombre ya la mujer de la bestia sería la primera, al menos para mí. Que cuando rugen las tripas hay que tomarse un antiácido antes de actuar, otra. Que no somos nadie sin pensar en el impacto que nuestras acciones tienen en los demás. Que quien dirige a la masa nunca es parte de ella, se ríe y la menosprecia cuando nadie lo ve. Que la educación es hoy, más que nunca, el bien más preciado y corre peligro. Que lo bueno y lo bello a menudo suceden despacio, como nieve.

PD. es hora de volver a leer a Ortega y Gasset. Y también “El señor de las moscas”.