Digamos que “La Grande Bellezza“, esa película con la que ayer recibí el año, es una enorme res colgada de un pincho por el matarife que se desangra gota a gota sobre el suelo de cemento desgastado y cuya visión te perturba y te hace encongerte en la butaca. De esa pieza degollada en la que se habla de demasiadas cosas me voy a quedar con una parte cercana a la columna vertebral: el colapso del escritor. Ese autoboicot que cualquiera que se dedica a la creación literaria ha experimentado en algún momento. La búsqueda de un qué, de un cómo y de un porqué consistente que merezca ser narrado. Y toda esa montaña de excusas verosímiles para no arrancarse por miedo al vacío, a la derrota, a encontrarse en un folio la peor versión de uno mismo.

(Un escritor es un héroe de sí mismo hasta que empieza a enlazar palabras y comprueba, a menudo, que es un mentecato. Un sacerdote del coitus interruptus. Un mequetrefe.  Incluso así a veces logra publicar y se retuerce de gusto, onanista sin salvación que recoge aplauso ajeno y se acuesta insatisfecho porque el éxtasis nace y muere en sí mismo, y blablablá)

El protagonista de la película, Jep Gambardella (Toni Servillo en estado de gracia), es un escritor de una sola novela de éxito. Un folletín, probablemente, que lo elevó a las alturas años atrás y lo condenó a no volver a escribir si no volvía a sentir. Y para sentir se expuso a todo tipo de estímulos delirantes. Formas monstruosas de belleza, despertar con mujeres no deseadas entre las sábanas, alcohol y cocaína, fiestas llenas de freaks, de perdedores de vuelta de todo, de gente a la deriva que exhibe a una niña arrojando pintura frente un lienzo en una performance cruel mientras emite gritos desgarrados porque quiere irse a dormir, como los niños.

Y el escritor mira, imperturbable, instalado en su cinismo de mármol, distante y sin sudar. Impecable siempre bajo esos trajes de lana fría cosidos por el mejor sastre de la ciudad que esconden un corazón del que hace tiempo emigró todo latido.  Un órgano que se mantiene con estertores, cuyo dueño  vuelve devastado cada amanecer a casa, y lo recibe su asistenta con una tisana caliente que es una transfusión in extremis de humanidad.

Coliseo

Todo escritor es un vampiro. Un ser de la noche que busca cuellos ajenos para clavar sus destelladas. La imposibilidad de vivir otras vidas lo condena a salir de caza y beberse la sangre ajena. La observación, el voyeurismo, es su materia prima, su alimento. Uno entrena la mirada para ver por debajo de un gesto banal, una intención. Por debajo de un comentario, un sentimiento. Por debajo de una mirada, un deseo ardiente que se quedará ahí, o puede que no. Y todo lo guarda en botes de cristal hasta que un día lo vuelca en una túrmix, da al botón y obtiene una papilla casi siempre intragable. Y la traga y la vomita, y se enjuaga la boca y sale a por más cuellos vírgenes que laten, fragmentos de conversaciones bajo la luna. Sudor, babas y orines ajenos.

Así que “La Gran Belleza” es una naúsea, un esputo agrio frente al Coliseo.  La belleza que encierra la mugre, ese gran tema para cualquier escritor. Gente bella, ¿triunfadora?, rica, que ha dejado de sentir, que no desea, y a la que sólo cabe esperar la muerte.

(O puede que esta película en realidad hable de otra cosa, de la decadencia sin más, con una banda sonora tan potente que a ratos te distrae de la matanza, como te distraen ciertas migajas de humor bañadas de ironía de la buena. Pero sólo un rato. Hasta que cae de nuevo una gota de sangre espesa contra el suelo de cemento. Y te salpica).

Nota a pie de post: No tengo consistencia de crítica cinematográfica. Me faltan erudición, talento  y mucho cine fórum. Así que no citaré a Fellini ni a todas las reminiscencias que hay al parecer en esta película inquietante. Pido disculpas por mi osadía interpretativa. Necesitaba desahogar esa sensación de mareo y estómago revuelto tras el banquete de vísceras.