Mi querida Big-Bang:

Esta vez dije que era ingeniera nuclear. Lo de reponedora de Ekonsum ya lo había explotado en exceso, y no me sentía muy peluquera en Fuenlabrada, mi otro sosias triunfador. Meter trolas de noche es una estrategia de ligue infalible. Según lo que dices que eres puedes espantar a los especímenes más pintados. O atraerlos como abejorros en celo.

-Y tú, rubia, ¿qué haces en la vida?
-¿Yo?, beber gin, y en mis ratos de lucidez soy ingeniera nuclear, pero no lo digo mucho porque el gremio estamos muy mal vistos. Los de las renovables nos han hecho polvo, oyes.
-¿De verdad? ¡Pues yo he nacido en la central de Vandellós, mira mi carnet!
-Pues muy bien, y yo tengo un tío en Cinccinati, América.
-Y tu amiga, ¿también es ingeniera? (con cierta desconfianza)
-No, ella es actriz porno.

La suerte estaba echada. Una ingeniera chunga y una actriz porno en la pista de un garito rodeadas de berracos sólo tienen una salida razonable: la de la puerta. Pero I. y yo estábamos crecidas y no íbamos a abandonar los hit parades de los ochenta a cualquier precio, así que mantuvimos el tipo con ayuda de una cadena de gin tonics y mucha sacudida de caderas. Estaba claro que yo era una siesa acostumbrada a las ecuaciones y a los chernobiles, pero ella era sin duda una viciosa facilona a la que empezaron a aproximarse manos sobadoras entre culo y cintura.

-“Déjame que te toque, que nunca he estado con una verdadera actriz porno”, le decía gordito pilón palpándole ese territorio de nadie de su anatomía. Y mi amiga me miraba con cara de: “dios mío, ahí fuera me están imaginando todos con la boca llena de algo muy grande”.

Yo, con la prestancia que daba mi papel, era asaltada por los hombres de ciencia, cachondísimos. Uno de ellos me llevó a rastras ante la presencia de su amigo, ingeniero de Minas, que prácticamente me hizo la ola.

-¿Y tú dónde has estudiado, rubita?
-Yo en el ICAI, con los jesuítas (sin temblarme la voz ni el pulso)
-¿Y dónde trabajas?
-En CASA (Construcciones Aeronáuticas S.A). Soy directora de proyectos.

El calentón súbito que le dio al ingeniero fue de un calibre tal que la actriz porno tuvo que venir a mi auxilio o sería violada in situ con la banda sonora de “Al calor del amor en un bar”. Sí, había elegido la profesión más sexy del planeta, y tenía a mis pies a un ejército de gafapastas dispuesto a adorarme. Nunca, en mi larga vida de quemapistas, había cosechado un éxito semejante.

Era una diosa de la razón, y me hacía acompañar por una profesional de los agujeros negros. Por mucho menos se habían desatado orgías en la Antigüedad. Pensé en Hipatia de Alejandría, en todas las vestales que habían inspirado revoluciones hormonales en la historia de la civilización. En mi raquítico currículum sentimental hasta los cuarenta, cuando aún decía la verdad. En todos esos hombres que salían pitando convencidos de que era una listilla que en dos patadas les iba a descubrir su talón de Aquiles. Ay, cuánto había tardado en darme cuenta de mi verdadero potencial.

A las seis de la mañana la pornoactriz y yo salimos triunfantes y cargadas de números de teléfono. Muertas de risa y abrazadas tomamos la madrugada en busca de un taxi, orgullosas de nuestra capacidad de seducción y de constatar que uno se enamora de la idea de lo que es el otro. Y que la fantasía es esa herramienta que consigue proyectarnos hasta el infinito y más allá. Al llegar a casa aún tuve tiempo de encomendarme al ínclito Leo Szilard, inventor de la bomba atómica, y después soñé con una explosión eterna de luz y de color. Cómo mola la alta ingeniería, oyes.