Mi querida Big-Bang;

Hay una teoría que sostiene que si todos fuéramos supereficientes en nuestros trabajos la economía se colapsaría. De ahí a colegir que rodearse de tarados es una bendición hay un paso. En la oficina de mi hermano aún hay tipos que se van al baño con el periódico en la mano. No el suyo, el de la oficina. Me parece repugnante, por muy cotidiano que sea. Pasan no menos de 10-15 minutos hasta que ellos -juro que son hombres-regresan aliviados con los deberes hechos y una idea bastante general de esa otra ponzoña que asola el mundo. Asqueroso.

La cotidianidad es esa cosa que convierte en aceptables conductas estéticamente delirantes. De ahí que lo más conveniente sea educar a nuestros hijos en entornos hostiles donde poner los codos en la mesa, eructar o anunciar a gritos que van al baño esté penalizado. Llámame nazi, si quieres, pero la familia (y la familiaridad) permiten unos desmanes que no superarían las normas ISO de la urbanidad.

Una vez fui a un camping con mis amigas de la universidad. Era mi primera vez y todo pintaba bonito. Nada más llegar comprobé que la gente paseaba con el rollo de papel higiénico bajo el brazo, saludando amablemente como si se tratara de un banderín de ataque.  Iban “a mear”,  o algo peor que también describían, y te lo anunciaban por si no te habías dado cuenta. Yo me negué a mimetizarme con el entorno y me pasé una semana con un estreñimiento que casi me cuesta un ingreso hospitalario.

Por si fuera poco, las familias sacaban la tele a los porches de sus caravanas y veían los programas concurso mientras se rascaban los sobacos (con perdón) y empinaban su lata de cerveza. Nada más natural, estaban en su casa. Y llamaban a gritos a ¡Manolitoooooooooo! para que fuera a comer esas sardinas con las que acababan de gasearnos a 500 metros a la redonda con la ayuda inestimable de una barbacoa camping. Todo muy natural.

Debo reconocer que tanto realismo sucio no impidió que disfrutáramos. Y cuando ya habíamos observado todo el catálogo de excatologías, llegó la noche con sus sorpresas. Sí, debajo de la tienda de al lado estaban follando (con perdón). A gritos ahogados pero absolutamente identificables. No es que nosotras tuviéramos mucha experiencia al respecto, pero aquello era un polvo tipo y los tipos lo hacían porque estaban en su casa. Ahí fue cuando empècé seriamente a plantearme que habría que abolir el principio de propiedad y volver al comunismo pudoroso. La naturalidad estaba francamente sobrevalorada.

Dirás que soy una estrecha, una clasista y una chunga de hotel de cinco estrellas. Yo más bien diría que defiendo la cultura como esa norma que impide que mostremos al mundo el lado más animal de nuestra condición humana. Y sí, detesto los realities donde me enseñan la piorrea del que se lava los dientes o cómo comen el pollo cual neanderthales esos tipejillos que luego retozan bajo el edredón. La basura como espectáculo para los basureros vocacionales. Y los periódicos, sobre la mesa con un buen café cargado y tostadas. Llámame cursi, si te place.