Tiempo de simulación de pactos. Bailes desmañados de candidato falto de tersura que muestra una sombra de sus pechos para excitar al público y oculta con faja sus verdaderas intenciones. La política como representación de una obra mendaz que provoca bostezos porque los actores están sobreactuados y el desenlace se huele a la legua.

Vuelven los días plastilina, a esas cuatro de la mañana recurrentes que empujan a sacar el brazo del cálido edredón y a dispersar a bofetadas la palabra insomnio. En esto del dormir, como en la política, como en el amor, funciona el eufemismo o la elipsis. No estás, no te llamas, no eres. Y el forcejeo por atrapar la estela casi borrada de lo que pensaste en el duermevela y que otro resume así: “Las impresiones más delicadas son las más fugitivas; si no se expresan al instante se evaporan o se materializan, se vuelven banales” (Amiel, desde luego).

Estás despierta, deja de fingir. Levántate y anda.

A mí me dicen que me levante y me atrinchero en mi posición decúbito supino (en la Biblia no hubiera llegado ni a actriz de reparto). Al final y a falta de gestas reseñables uno debe alentar pequeñas rebeldías cotidianas incluso contra sí mismo, como no salir un viernes por la noche, o acumular vasos y platos en la pila. La lluvia componía anoche una percusión sin melodía clara por el patio, y el desafío de cerrar la ventana era como atravesar el Polo Norte con ventisca. ¿Plan B? Fingirte estatua de sal, engañar al cuerpo y derrumbarte como escombro sobre una almohada que es un campo trillado o una barra de hierro, en macabra alternancia.

Antes de todo eso fue “El día de la Marmota, película que me hizo menos gracia de la que recordaba. Pero lo más sorprendente es que en mi recuerdo era comedia, pero no comedia romántica. Y ayer se me desveló tal cual, con ese Bill Murray que pierde su arrogancia de diosecillo de la tele a manos de la dulcísima Andie McDowell (debo ensayar su mohín para no ser tan raspa) y como consecuencia del aprendizaje de vivir miles de veces el mismo día. Un deja vu fructífero de efecto moralina, placebo universal.

Pero lo mejor de la noche fue  un documental en la 2 (dónde si no?) sobre el Teatro Chino de Manolita Chen. La miseria debajo de las plumas y los muslos picantones, el orgullo de otra época que olía a sopa aguada de pollo donde las vedettes alimentaban el imaginario del deseo y las dentaduras no se reponían. Me gustó escuchar a Esteso (abotargado de cuello, triste de mirada), a Arévalo (su rictus perdedor, desbordado de cara) y a esas vedettes que fueron diosas hasta que el destape las devoró con su osadía explícita. Y hoy son abuelas pero algo pervive en ellas de rubia oxigenada, de pícara Justina con la raya del párpado corrida y muchos kilómetros de vida sin milagros. Envueltas en purpurina y tejidos acrílicos, mujeres con verdad.

Todos esos previos para un fin de semana que arranca con un solo reto reseñable: cocinar fabada asturiana para unos cuantos amigos. Escribo un mail a P., que será una de mis víctimas: “Espero que la fabada este a la altura de tu pollo del domingo…”. Responde de inmediato y en su línea: “Ya veo sabes que el secreto de la felicidad está en ponerse objetivos miserables”. 

Pues a eso voy, que como no me mandas yo obedezco.  Rezo por que la falta de sueño no me impida alcanzar el punto exacto de cocción, ese misterio. Y a pactar con el fuego y con las fabes, mientras en la pantalla de la tele se ha congelado ese striptease triste de político ansiosos de pillar la cresta de la ola a riesgo de ahogarse y tragar peces muertos. Esa debacle.