-Soy un ser peligroso, soy manchego.

La frase me la brinda un taxista de Madrid, un protestón enjuto y sudoroso, con mucho vocabulario y algunas frases de personaje de cómic rural pasado por las garras de Berlanga. Uno de esos tipos que confiesa llevar cincuenta años en Madrid pero ser “cada vez más de su pueblo”. Como si el terruño fuera un equipo de fútbol o una plataforma de resistencia para mantener cierta pureza frente a la despersonalización hostil de la gran urbe. Como si nada malo pudiera suceder una vez que el cartel con el nombre de tu pueblo asoma por la carretera. Como si los seres rurales no fueran tan envidiosos, avaros, torticeros, desalmados, tacaños, lujuriosos o desconsiderados como los de la capital.

Como si en un pueblo los malos sentimientos no pudieran proyectarse en caras conocidas, nombres y apellidos de tu vecino de calle, el que vive junto al frontón o en la esquina de la plaza con la calle principal. Mientras que aquí las malas pulgas no encuentran acomodo concreto y se expanden urbi et orbi, y dan ganas de no coger un taxi por si acaso.

-Soy un ser peligroso, soy manchego.
-Y yo soy madrileña, no te jode.

Y no comprendo muy bien por qué ser de pueblo se considera a priori una virtud. O ser de provincias un bastión de pertenencia a un club exclusivo,  a la Orden de Calatrava o a la Santa Compaña.

Una vez una amiga mía que se casaba con uno de cierta provincia ventosa y desaboría, se vio envuelta en la siguente conversación con la que iba a ser su cuñada:

-¿En Madrid también hay tiendas de frutas exóticas?
-Ummm, ¿cómo?…Sí
-¿Y en tu casa teneís siempre un jamón, como en la nuestra?
-???????

Aquello, convengamos,  debió ser suficientemente disuasorio para salir corriendo y abandonar los planes de boda, pero mi amiga, lejos de arredrarse, se mantuvo en sus trece y aprendió a hablar de naderías como si fueran asuntos epistemológicos. Al fin y al cabo, Julio Camba habría hecho una obra de arte como Lúculo con un jamón o una papaya. No iba a ser ella menos.

No hay malos temas ni provincias o pueblos despreciables. Todo depende de la estatura que le demos. Cierto. Pero lo que de verdad envidiamos los de ciudad es no tener un sitio al que volver. Un punto de partida primigenio que encierra nuestros genes y nuestra historia en un mojón del camino polvoriento que conduce al cementerio. Un plan de viernes por la tarde -carretera y manta- y conducir kilómetros, no muchos, hasta coger un desvío que te lleva a tu sitio. Y salir del coche y respirar y soltar a los niños como perros ansiosos de libertad incondicional. “Aquí son libres, no los vigilamos ni nos enteramos de que hay niños” (y en este punto podría enarbolar la lista de secuestros y accidentes de niños de pueblo que han terminado con sus fotos en un tetrabrick de leche.. Pero no lo haré porque ahí fuera hay un taxista manchego que me la tiene jurada y ya me ha advertido de que es peligroso).

Termino ya y confieso que añoro el pueblo que no tengo. Mi casita con un patio pequeño ensombrecido por un magnolio o un laurel. Una manguera para refrescar las horas de la canícula. Un nido de gorriones entre las tejas vetustas, ennoblecidas de verdín; una mesita breve y un bancal de madera. Nina Simone desgarrada y triste. El olor de la jara, del tomillo. Las horas muertas de la siesta. El aroma del polvo en las moreras al sol. El tinto de verano. El periódico y el amor cortés, sentados a mi lado. La escoba y el recogedor tras de la puerta. Un ejércido de mosquitos que espantar. Limón y clavo. Campanas de la iglesia y un paseo largo, al caer la tarde, pensando en si estará abierto el colmado de la plaza o la Isa sigue de luto por su abuela. O que esta noche cenaremos un plato de jamón y alguna fruta exótica. Como la sandía o el melón…