Sospecho de estos señores que reivindican a la clase trabajadora cuando nunca han formado parte de ella. Siento que utilizan un lenguaje prestado para enardecer a las masas, a las que en el fondo menosprecian un poquito.

Pero no se me altere el patio, que la resaca la carga el diablo. Seguramente esos señores que hoy tuitean airados contra el despido libre -esa aberración que a mí también me solivianta- son los mismos que en la intimidad de una tertulia sin micrófonos reconocen que “a esa panda de vagos” que pueblan las empresas hay que poder echarlos con cierta facilidad. Esos que mañana gritarán contra la intervención en Grecia o el auge del pensamiento ultramontano en EEUU. Cuestiones interesantes en las que la mayoría del público maduro y reflexivo podría estar de acuerdo.Tertulianos que antes de salir al aire preguntan a los directores de programa: “¿debo estar a favor o en contra?”

Sospecho, me ha pasado desde muy joven, de todos los que se refieren a “los ricos” sin más para denominar a aquellos que no sudan por llegar a fin de mes. También de quienes colocan a todo el que trabaja con un traje en una oficina en la casilla de sospechosos habituales. La simplificación y el maniqueísmo generan rabia y movilizan a los insatisfechos, desde luego. Pero evitan desarrollar los matices, cincelar las cuestiones más delicadas. Poner las cosas en su sitio justo. Si es que lo hay.

Sospecho de quienes han convertido al juez Garzón en un mártir y defienden su inocencia inmaculada urbi et orbe. Debo añadir que lloré el día que comenzó el primer juicio y el presidente del Tribunal le recordó que debía quitarse la toga para sentarse en el banquillo. Y él lo hizo obedientemente con un gesto de dolor, de humillación, que nunca se me va a olvidar.
Pero no puedo sin más arrojarme a los que claman su inocencia blanco nuclear. Necesito valorar las acciones de un juez que también ha cometido errores. Hacerlo humano. Y después, sí, lamentar su exilio y su infortunio.

Como soy visceral sospecho que debo sospechar de mis impulsos. Me gusta escuchar a esas personas reflexivas de mirada transversal. Generadores de perspectivas, podríamos decir. Llaneros solitarios que evitan los lugares comunes y el pisoteo de tierra ya pisada. Me gusta que una voz ilumine mis pocas intuiciones con propuestas de nuevo cuño que no excitan a las masas, me temo, pero van creando un sustrato de verdad inteligente.

Sospecho de quienes dan por sentado cómo pienso y cómo siento. De quienes deciden quién soy por mis zapatos y mi bolso. Sospecho de mí misma cuando cabalgo a lomos de una etiqueta prestada. No sé si soy progresista, feminista, fashionista o mediopensionista cuando escucho a quienes se han instalado cómodamente en esas casillas. Cuando las opiniones se empastan pongo pies en polvorosa y exijo a “los míos” algo más que proclamas aprendidas.
Sospecho, en definitiva, de quienes se apuntan a un club para disfrutar de una vitola ideológica en la que no creen demasiado. Me parece que para saber lo que uno de verdad piensa, lo que uno de verdad siente, son precisos soledad y silencio.
 Sospecharía, como aquel, de cualquier club que me admitiera entre sus socios.