Busco rincones de silencio por la casa y mi padre me persigue. Las maniáticas de la madrugada nos volvemos irritables cuando nos quitan el privilegio del amanecer sin ruidos. Las Chukis, que lo entienden, no entran al salón hasta que su madre hace movimientos por el pasillo. Las familias tienen sus normas de convivencia no escritas, no explícitas. Y cuando entra un elemento nuevo en casa todo se voltea y la incomodidad te lleva a explorar rincones que no son los tuyos pero gararantizan algo de intimidad.

Cambias de ángulo y te cambia la escritura. De manera que podría hacer un relato a cinco ángulos, por ejemplo, y sería incoherente, desnortado, pero tal vez más rico que los que se me ocurren mirando los lomos de mis libros en el rincón de Pessoa. Las manías se apuntalan y se quedan a vivir con uno para recordarle que no hay naufragio amarrado a una silla. Si se acaban las cápsulas de café grito socorro pero nadie me escucha, y me veo como una yonqui buceando en la despensa en busca de la cápsula perdida, esa que se te cae al trajinar con la caja, somnolienta.

-Duermes poco, hija. Seis horas es muy poco. Te vas a volver loca.

Ya estoy loca, papá, pero nadie se da cuenta, me dan ganas de decirle. Ayer era: “Toses mucho, hija, ese catarro no está bien curado”. A mi padre las catástrofes le molan, aunque sean temblorcillos en un vaso de agua. Anoche quería salir a una farmacia de guardia a por unas pastillas para mi tos. Imaginé la cara del farmaceútico: “Es el típico tímido que pide pastillas cuando quiere condones”. Me dio la risa. Impedí a mi padre salir y se fue a la cama por falta de ambiente. Hoy ha madrugado casi tanto como yo y quiere hablar. Pero a mí no me salen las palabras hasta que las escribo y se posan como hojas de té en el fondo de una taza.

Así que cambio de rincón. Me atrinchero. Clavo la barbilla en el pecho y escribo frenética para disuadir. Duermes poco. Toses mucho. Que te cuiden es una experiencia extraña cuando eres tú la que cuida en esta casa. Querría, tal vez, ingresarme en una clínica de sueño donde sólo te despiertan para comer y mirar las montañas mágicas. O escribir una sinfonía a base de tos, a riesgo de quedarme sin garganta. En su lugar escucho los Conciertos de Brandenburgo por tercera vez y me planteo seriamente empezar a fumar. Para toser con coartada y sentir el glamour de los aros azules de humo sexy y ensortijado.

Este nuevo rincón no está nada mal. Oigo, eso sí, la respiración pesada y familiar de mi padre. “Igualito que Darth Vader”, reímos mis hermanos y yo. El batir de páginas de los periódicos de ayer. El tictac del reloj adelantado. La mancha rosa del vino en el mantel que no quitamos. El olor a vela de jazmín. “Hija, esto huele a sacristía. Prefiero el olor a caldo de gallina“. Las gotas de lluvia taladrando el alfeízar de la ventana. Ni un alma en la calle. Hoy es día de resaca nacional. Llueve por decreto y el champán se quedó en la nevera. 

Anoto probar un ángulo en la cocina, just in case. Papá sigue respirando pero ha entendido el mensaje. O no: “En cuanto abran te subo unos churros o un cruasán, lo que tú quieras”. Es Navidad por todo el día. Aún no miré la Lotería pero no debo ser rica porque cuando lo eres lo sientes. Tampoco pobre. Los pobres siempre tienen frío y sabañones, incluso en agosto, pero mis manos arden contra el teclado. Me queda una cápsula de café, la cápsula superviviente. Buenos días. Debo empezar a hablar. Una palabra, dos o tres a lo sumo.