Soy periodista, escritora y me dedico a comunicar a través de relatos (storytelling). Ahora soy Dircom en Merck. Nueve años subdirectora de Vanity Fair y otros cargos de gestión de equipos y contenidos durante más de dos décadas. Formo parte de grupos de liderazgo y me interesan los temas que tienen que ver con la mujer (sin prescindir del hombre). También he colaborado con Naciones Unidas (FAO) y gracias a ello entiendo que la sostenibilidad y los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son la verdadera religión. Mis opiniones aquí son sólo mías.
Aquí cuento lo que veo, lo que leo, lo que escucho, lo que vivo, lo que pienso y lo que imagino. Soy optimista y aprendo rápido.
Suscribete al blog y recibe en tu correo las últimas entradas que se publiquen.
Woody Allen llevaba a su hija adoptiva Dylan al desván, la invitaba a contemplar el tren eléctrico -una vuelta, dos vueltas, muchas vueltas- y se desahogaba sexualmente con ella. Imagino la secuencia, plano, contraplano, y me estremezco fundida en negro. Mia Farrow, madre de la niña de siete años lo sabía -las madres siempre saben esas cosas- pero siguiendo los consejos de alguien decidió no denunciar.
Lo cuenta El Mundo, haciéndose eco de una carta que la niña -hoy una mujer de 28 años- publica en The New York Times y su lectura es un desgarro doloroso.
Parece que el director, casado con otra hija adoptiva (la gélida Soon Yi) no descuidaba la puesta en escena ni para dar salida a sus perversiones más íntimas. Imagino el ruido metálico de ese tren sobre las traviesas de su vía. Y a esa niña concentrada en el avance de la máquina, hipnótica mientras el genio progresaba en sus jadeos y la vida era una película tras otra. Una fantasía urdida a base de atropellos que todos hemos reído en sus películas llenas de neuróticos que siempre eran él. Y premios, y reconocimientos. Y luego un solo de clarinete en un tugurio cool de Manhattan. Tócala otra vez, Woody (qué frase tan siniestra)
Naturalmente, todo esto podría ser una acusación en falso. Dirán. La venganza retardada de Mia Farrow, madre de la niña, o la explosión de una conciencia que no la ha dejado dormir todos estos años. Puede que Woody Allen sea una víctima o puede que termine como Roman Polanski, perseguido por la justicia por el testimonio sórdido de otra niña, de trece años, con la que en lugar de subirse a un tren se sumergió en un jacuzzi.
Una vez más la familia es ese pozo negro donde suceden cosas que se ocultan para que no huela. Hasta que un día salta la tapa de la alcantarilla y nos llena de mugre y nos lavamos como podemos. Los genios son así, tienen sus manías. O se amparan en ellas mientras escriben guiones mucho más blancos para un público entregado y dispuesto a mirar hacia otra parte.
Cuidado con las familias. Son tóxicas. El marco propiciatorio de la tortura más refinada. Pobre Dylan. Pobre Mia Farrow. Pobre Soon Yi. Malditas todas. Esta película no vas a dirigirla, ¿verdad Woody?