La cultura convoca a extraños compañeros de cama.

Ayer una mujer que apenas conozco se durmió sobre mi hombro en el teatro. Es amiga de mi amiga, y como creo en la propiedad transitiva de la amistad me pareció dulce ver caer su cabeza, apenas grávida, en el calor somnoliento de una sala donde los hombres se abanicaban y las mujeres nos aliviábamos el calzado.

¿Cuánto pesa una cabeza? fue una de las conversaciones de la noche. “Depende de lo que lleve dentro”, respondió A., otro amigo recién descubierto que lo es por la misma propiedad matemática. De ahí al canon de Praxíteles, y a la incógnita de cuál sería el otro canon -“canon corto”- mientras una camarera inexperta nos servía las gin de Bombay sin concordancia numérica con las tónicas.

¿Cuánto pesaría su cabeza despreocupada y disléxica?

El teatro cuando es malo tratas de indultarlo. Al menos yo. Te da pena que esos actores que arriesgan su piel sobre las tablas hagan una mala faena, como los toreros en un día desafortunado. Mucho peor si esos mismos actores se te acercan a la terraza donde tomas las copas y te caen bien, porque además son amigos de tu amigo.

La cultura provoca que, a falta de mujeres dormidas, te escapes a Londres y entres en la Tate Modern. Ese espacio fascinante donde no hay una concesión al adorno vacío. La cabeza de quien lo pensó debía pesar una tonelada, me digo. Y entonces vuelvo al jueves y a mi paseo con M. por las salas donde Damien Hirst ha hecho de las suyas. Los tiburones en formol, las moscas al vuelo en una urna de cristal donde las ves morir, demostrando que la vida es un ciclo y si no te mueves, caes. Las vitrinas llenas de medicamentos, el cenicero gigante con colillas y paquetes de tabaco…los caleidoscopios de alas de mariposas… Divertido, sorprendente…¿Sobrevalorado?

Como mi cabeza no pesa ni mucho ni poco diré que la provocación de Hirst me divierte. Que esa vaca y esa ternera partidas en dos que muestran el contenido de sus tripas ya no me sobrecogen. Que el artista que osó desafiar al establishment subastando su obra en Sotheby´s se me antoja un tipo que se divierte sin dejar de mirar la caja registradora. Pero no encuentro mucho más que juego y desafío en sus obras, con perdón. Como si la reflexión hubiera migrado a la cuenta del banco a hermanarse con los ricos que se matan por tener esas moscas en el salón impoluto de sus mansiones.

Antes estuve en el Museo del Diseño, también a orillas del Támesis, disfrutando de la retrospectiva de C. Louboutin. Veinte años de fetichismo hecho zapatos que las celebrities le quitan de las manos y las mortales tratamos de llevar en una lucha a brazo partido por hallar un centro de gravedad que se resiste:

“La mayoría de la gente ve los zapatos como un accesorio para caminar. Sin embargo, algunos están hechos para correr y otros están hechos para el sexo. Si hubiera que haber un solo elemento fetiche en el armario de las mujeres, serían sus zapatos”, dice el creador.

No puedo estar más de acuerdo mientras me paseo por esas salas oscuras donde sus creaciones se contorsionan entre tacones de vértigo y pinchos sadomasoquistas que te están contando una historia. Un museo del sexo en toda regla que reúne veinte años de obsesión por el calzado con aviesas intenciones. Mi cabeza ni ligera ni pesada lo encuentra artístico y decide que quizás meterá sus Louboutin en una urna al volver a casa.

Walter Vidarte

Anoche, de vuelta de una noche de risas y cariño transitivo, no podía dejar de pensar en “Tristeza de amor”, esa serie española de los años ochenta que casi nadie ha visto y que P. y yo adoramos, junto con G., un compañero de trabajo que me encontré en la feria del libro con su guapa madre y que ha visto lo que nadie ve. De aquella serie, la primera grabada en video según Wikipedia, recuerdo su cortinilla con una canción inmensa de Hilario Camacho que me sé de memoria, sus tramas modernas y a Walter Vidarte. Ese actor contrahecho, irónico y triste que salió ayer a colación y que hacía de borracho con talento. 

Así que el gin tonic de la noche fue por él, por los demonios del teatro y por los amigos de tus amigos que se duermen confiados sobre tu hombro mientras el arte hace de las suyas. O al menos lo pretende.