Mi amigo J.E nos manda a F. y a mí una invitación a participar en el curso de filosofía “Nietzsche como crítico de la cultura: una introducción a su pensamiento” en La Central. Con unas breves líneas advocatorias: “Creo que la optimización dinámica de mis ratos de esparcimiento me impedirá asistir a tan interesante curso. Vosotras que salvo en lo laboral sois libres como pajaros que vuelan hacia donde mejor les parece, quizá podáis disfrutarlo…“.

Ya he contado de J.E considera que me sobra hedonismo y me falta consistencia. Que debería retroceder dos mil años en mis lecturas y que soy una “moderna” -con retintín- entregada a mil curiosidades vanas y a ninguna. Aún así, no desfallece en su intento de reforzar mi andamiaje filosófico, de manera que no me atrevo a confesarle que me pasé COU (segundo de bachillerato de nuestra era) aprendiendo a escribir Nietzsche correctamente porque una suerte de dislexia transitoria me urgía a colocar la z fuera de lugar. Como J.E es un superhombre se burlará de mí sin piedad y pensará que soy una causa perdida. Y que no sería mala idea crear una ONG para descarriadas en busca de un pensamiento sólido.

No sabe que ayer, al entrar en casa, me encontré a mi adolescente viendo una serie en su smartphone con esa actitud lánguida de quien forma parte de la tapicería sofá. “¿Ya estás viendo tele de bobitas y bobitos?“, le espeté (porque así llamo a la telebasura que les gusta a mis hijas). “Déjame en paz, no puedo ser como tú, ver sólo cine en versión original y leer a todas horas”, respondió chulita y desafiante. Y mientras me quitaba los zapatos le eché un chorreo sobre cómo pensaba ser maestra y educar a niños si se traga esa bazofia para subnormales (sí, a menudo soy políticamente incorrecta). Ella se cabreó como una mona y atacó: “Yo no voy a ser periodista, así que no tengo por que ver lo que tú ves”. Y conteniendo las ganas de tirarle el otro zapato a la cabeza, respondí: “No, las consecuencias de que yo fuera una ignorante no serían tan dañinas. Alguien va a poner a sus hijos en tus manos y esa es una responsabilidad enorme”.

Cuento esto porque de mi blog se podría deducir erróneamente que mi casa en un paraíso y las Chukis dos modelos de hijas que deletrean Nietzsche del derecho y del revés sin trabárseles la lengua. Ayer se lo aclaraba a mi amiga M.J, que fue a buscarme al trabajo para volvernos juntas andando, con nuestras sneakers y la bolsa del gimnasio en ristre. “Yo a veces le leo tus post a mi hija para que aprenda”, me confesó. “Pues ya te digo yo que una cosa es la teoría y otra la práctica. Lo más elevado que ha leído mi ado este verano es “Tiburón”. 

Festival de San Sebastián

Justo entonces nos cruzamos con una coetánea a la que me encuentro a menudo en el autobús y saludo con esa distancia de reconocimiento cortés. “Hay que ver lo que cambias cuando te cambias”, soltó haciéndome una repasada visual a mi casual look. Vamos, que sin tacones soy como Nietszche sin Zaratustra. Y eso me coloca en una posición delicada. Porque no se me reconoce por el estilo ni por mi mente prodigiosa. Y es más. Tampoco por mi cuerpo. Mi nuevo más mejor entrenador del gimnasio, un chino que ayer se me presentó como “Manolo”, se ofuscó tras negarme a hacer los abdominales endemoniados que me sugería, y optar por una versión light: “Como veas, pero con esos no trabajas tu suelo pélvico” (y mientras decía suelo pélvico miraba al bies caderas y pubis con una mezcla de reprobación y tabú oriental). 

Así que ahora que sé que no formo parte de nada, y que ese debe ser el verdadero crepúsculo de los ídolos del filósofo alemán de marras, sólo me resta responder a la tentadora invitación de J.E:

“Creo que me voy a entregar a San Sebastián, su festival y sus cantos de sirena.
Pero pensaré en Nietzsche y en vos mientras doy cuenta de los pintxos y
zuritos en versión original y mirando al mar!”