Nací el 4 de marzo de 1928, bajo el signo de Piscis, en la habitación delantera de una vivienda protegida de ladrillo rojo en las afueras de Nottingham, a dos millas al norte del río Tent. Cuando le pregunté a mi madre, muchos años después, para configurar el horóscopo, la fecha de mi alumbramiento, no recordaba si había sido de día o de noche“. La vida sin armadura. Alan Sillitoe. Ed.Impedimenta.

Mi madre no recuerda a qué hora nací. Sí que era la hora del gallo, madrugada, lo que explicaría mi querencia a ganarle la partida al sol. Tampoco recuerda quiénes de sus cinco hijos hemos pasado el sarampión, la rubeola, las paperas o la varicela. Pero si le preguntas, siempre improvisa para no parecer una mala madre. “A. tuvo la varicela y se la contagió a I., y tú seguro que pasaste el sarampión, porque te rascabas mucho la ingle…”.

Mi padre tampoco recuerda la hora exacta de mi nacimiento ni del de mis hermanos, pero sí que nací fea, muy fea. Larguiducha como una sardinilla y con más ojos que cara. Y que me fui arreglando con el paso de los meses. Treinta años después, cuando nació mi hija mayor, con una cresta morena de indio y terca querencia a la bizquera, todos pensaron que era fea, menos yo. Y cuando sale el tema en familia -uno de esos asuntos recurrentes de comida dominical- yo siempre juro que mi niña era preciosa. Y ella protesta con un “No disimules, mamá, que todos dicen que era horrible”, aunque noto su alivio y satisfación al saberme incondicional.

Tengo amigas que apuntaban con caligrafía de notario puntilloso cada catarro de sus hijos, cada diente que brotaba o caía, cada análisis de sangre. Yo creo que nunca llevé a mi hija mayor a la tercera dosis del papiloma, lo que me hace digna de mi estirpe. Y no me siento particularmente orgullosa, aunque al menos sé el grupo sanguíneo de las chukis, algo que en mi familia era tan difícil de responder como la columna de gases nobles de la tabla periódica. “Tú eres 0 negativo, donante universal”, respondía mi madre con alborozo de alumna que sólo ha estudiado una lección y le cae en el examen.

Alan Sillitoe

Ser donante universal no tenía ninguna gracia, a mi modo de ver. Para empezar, a ti sólo te podían donar los de tu grupo pero tú eras la barra libre de cualquiera. La fobia a las agujas que sumé a mi fobia a las cucarachas y a mi fobia a perderme en las glorietas me llevaba a reflexiones sombrías del tipo: “El día que a alguien le pase algo en casa me sacarán la sangre a mí, sin dudar”. Y tal escenario me provocaba pesadillas llenas de tubos y pinchos. Durante años recé para no superar los 50 kilos porque había leído que con menos peso no dejaban ser donante. El día que subí a la báscula y atisbé un 51 comprendí que la suerte estaba echada. Y hasta hoy.

Como cualquier madre, atesoro recuerdos selectivos.

Recuerdo, por ejemplo, que mi adolescente, cuando tenía tres años, cogió unas paperas tras vacunarla de las paperas. Y me gusta contarle que se perdió una actuación estelar en la guardería, que habíamos ensayado a conciencia y que empezaba así:”Yo soy una flor, y me llamo margarita. Mis pétalos son blancos y soy muuuuuuy bonita“. El poema era largo y desproporcionado a la edad de los intérpretes, y lo recuerdo íntegro como recuerdo la lista de los países latinoamericanos por orden y fronteras o la letra del himno de la Legión. Así que, después de hojear el libro de  Alan Sillitoe, he decidido escribir los versos de la margarita para dárselos a mi hija el día que me reproche, con razón, mi desidia en los asuntos sanitarios emparentados con la aguja. O que siempre recuerdo la pesadilla que fue su parto versus el gozoso alumbramiento de su hermana. Y que a los cinco años nos robaba dinero para comprar chuches y ganarse la popularidad de sus compañeras de clase y yo le aseguré que la llevaría a comisaría. O que…

Mi hija I. nació un 22 de diciembre horas después de que los repelentes niños de San Ildefonso dejaran de desgañitarse con las bolas. Fue un parto largo y correoso, sin epidural porque a las aguerridas nos pierde la chulería del no será para tanto. Era de noche. Pasé miedo, parecía que no quería separarse de mí, y yo empujaba y empujaba hasta provocar moratones en mi cara y sangre en los ojos. Fue un bebé largo y flaco. Asombrosamente atlético. Tenía una crestita de pelusilla morena y unos ojos azules que hoy escrutan y tratan de entender los últimos coletazos de una adolescencia que se escapa. Mi hija mide 1,68, centímetro arriba o abajo, pesará algo más de 50 kilos -esa cifra tenebrosa- y asume que su madre es un desastre para recitar sus números pero que daría todo mi 0 negativo por su vida, y que cada vez que ella me lo pida recitaré gustosa aquel poema que unas paperas intempestivas le impidieron recitar para su público:

Yo soy una flor
y me llamo margarita
mis pétalos son blancos 
y soy muy bonita

Tengo un círculo amarillo
donde las abejas liban
Ahora vivo en un jardín
Con otras flores bonitas

Algunas veces me cortan
Y me meten en un jarrón
Para adornar el salón

Pero lo que más me gusta
Es vivir en el jardín
Que el jardinero me riegue
Y me moje un poquitín…