Quiero ser como Beckham

En el patio del colegio de mis chukis, los niños deciden qué niñas son aptas para jugar con ellos al fútbol. Hasta ahí lo entiendo, es la pulsión del macho dominante sobre las ¿débiles? nenas. Lo que me indigna es que ellas lo aceptan como algo natural, sobrevenido, y se sienten orgullosas de ser las elegidas del harén.

Minichuki es una de ellas. Con toda su personalidad de acero y los galones que otorga no haber vestido de rosa ni un solo día en toda su biografía, me recibe alborozada porque le han dicho los niños que puede jugar con ellos, que es la mejor con el balón.

-¿Y qué pasa, que eso no lo sabías tú antes? inquiero con tonillo de mecagoentodo con perdón.
-Bueno, no sé…¡Pero me han elegido!
-¿Y por qué no hacéis un equipo vosotras?
-¡Porque casi todas son malísimas! (responde con la impaciencia de estar dando explicaciones absurdas)

Me sale entonces el ramalazo reivindicativo, le explico que elegir es un verbo para todos, no una potestad de los chicos. Añado que igual deberían plantarse las niñas y ocupar el campo mientras ellos juegan. Le recuerdo esa película deliciosa, “Quiero ser como Beckham”, que nos encantó a las tres…

-Y además, creo que le gusto a J. Me elige siempre, sentencia.

Me muerdo la lengua para no estallar en un bramido. Para no decirle que a la vuelta de la esquina serán ellas quienes los elijan, aunque ellos piensen lo contrario. Me dan ganas de decirles a los profesores de ¿educación para la ciudadanía? que con mis chukis pueden ahorrarse las lecciones esas de los gays, que ya saben ellas de sobra que no son taras de la naturaleza y han visto en mis amigos que son como los heterosexuales, tan listos o tan tontos, tan desorientados o heróicos (“pero algunos ponen voces”, mami), y que a cambio tengan a bien explicarles que la igualdad tiene que ver con la capacidad de decidir, no de ser elegido. Que para eso están los concursos de misses. Y que el fútbol y el patio del colegio son de todos.

Pero Minichuki ha desconectado del discurso feminista de su madre, y se ha ido al cuarto y ha vuelto disfrazada como cada día. Esta vez con un sombrero de cow boy, chaleco de ante, camisa de cuadros y mis botas, y anuncia que quiere una pistola Nerd (debe ser una marca, los Reyes Magos sudaron tinta las pasadas Navidades para encontrar la metralleta). Y a mí me da la risa y saco la cámara porque tengo un plan: regalarle a los 18 un álbum con todos sus disfraces: el de dinosaurio con cancán, el de espía con gafas de buzo, el de Michael Jackson/rapero, el de jefe con corbata de su padre, el de espadachín/policía… Pero nunca el de princesa, Blancanieves o la bruja. Y jamás un disfraz tal como viene en la caja, sino una fantasía customizada con fragmentos de aquí y allá que ella coge de su armario, del de su hermana, del mío o de la calle.

Y siento que cualquier lección teórica que pueda darle sobre la igualdad cae en saco roto porque al fin lo que cuenta es la vida. Lo que pasa en el recreo, lo que ve en el telediario y lo que observa cuando llega su madre a casa, se baja de los tacones y se desploma en la cama con ella al lado para hablar de las cosas del día, o para escucharle cantar el enésimo rap que ha escrito donde habla de sus aventuras. Donde no cuenta que un niño la ha elegido. Donde ella es quien elige. La heroína del cuento.