-¿Dónde están las aspirinas?, pregunté
Se cayeron más cosas. No me importaba. Todo se venía abajo. (Short Cuts, Raymond Carver)

Admiro la capacidad de describir la derrota con una escena cotidiana que en sí misma carece de dramatismo. Cuanto más furia, devastación, impotencia, más hay que afilar el lápiz en busca de palabras descargadas de toda sospecha emocional.

Carver en eso es un maestro. Los demás, aprendices esforzados que chupan la mina, a ver si fuera o fuese…

El otro día un tipo se frotaba contra mí en el autobús y yo me apartaba, pensando que el apremio era de carne y de latido. Cuando por fin llegué a mi parada una poderosa intuición me hizo mirar dentro del bolso. Se había llevado mi cartera. Mis tarjetas, mi dinero, mi identidad en fotomatón, mi lista de la compra, una dirección escrita aprisa…Varón, de unos cincuenta, camisa de cuadros, extranjero. Gordo. No debía poder correr muy deprisa, lo imaginé agitado por la Castellana, sobando con sus manos la piel de un monedero que resumía todo: mis afectos en instantáneas de las niñas, las claves de mi banco en Internet, los tickets de taxi que no paso por desidia o desmemoria, la tarjeta del seguro médico, la de los (altos) vuelos y un vale por un lujoso tratamiento de belleza en cabina que me regalaron en su día y nunca llegué a utilizar.

Flashback. Vuelvo al autobús, lleno de gente. Mediodía. Revivo el instante del “me ha robado ese asqueroso”. Subo corriendo al autobús del que acabo de bajar y en voz alta -tan alta que me sobresalto y me avergüenzo-  pregunto si alguien ha visto al ladrón. La gente niega con la cabeza y se encoge de hombros. No se alteran. Les incomoda ver a una mujer agitada que reclama ayuda. ¿Nadie lo ha visto, acaso, o prefieren no mirar? Tienen hambre. Es la hora de comer y el estómago no admite otra empatía que la del steak tartare y una copa de vino.

(-Tenías pinta de llevar dinero encima, me dice mi amiga A.)

Bajo del autobús con gesto de derrota. Hay un policía a pocos metros en una moto. Salgo de mi cuerpo y veo cómo ella describe al hombre con profusión de adjetivos, como si hubiera sido testigo y no la víctima. El pulso disparado, la cara roja de sol y de ira. “Era gordo, llevaba una camisa de cuadros en tonos marrones, estatura media, latinoamericano…No le he visto salir del autobús, pero ha salido”.

La moto que arranca, el policía que sale a buscar su identidad, su amor, su solvencia, su dejadez, su vida derramada en un cajero, tal vez en una acera.

(Se cayeron más cosas. No importaba.)

Apenas diez minutos atrás, un hombre espera dentro un autobús, es mediodía. Entran los viajeros y buscan un rincón para apaciguar su cansancio, un asidero a su desmayo. Miran a ninguna parte, cuentan las paradas.  El tipo, varón, estatura media, sudoroso, pasado de kilos, elige cuidadosamente a su víctima, que ha entrado despreocupada y ha abierto el monedero: “un billete, por favor”. No cruzan sus miradas. La tiene cerca y aprovecha los frenazos y acelerones como coartada para pegar su cuerpo al de ella, que se aparta una, dos, tres veces.

Después se abren las puertas, un destello, me ha robado. Nadie lo ha visto. Una mujer que grita a la hora de comer es incómoda, los jugos desatados. La moto, el policía, un sol hiriente y el corazón en la boca. Las ganas de llorar que no se atienden. Un odio tan sólido y tan seco que oprime el pecho y las palabras.

Muy poco carveriano visto así, con distancia y desde fuera.  Afilemos el lápiz.