Ir al cajero a recoger unas entradas y olvidar tu número secreto. Tirar una bandeja en el desayuno, perder el teléfono en la microhabitación de un hotel desproporcionadamente caro donde sólo entras si te ajustas al percentil de español medio de finales de los sesenta, buscar una palabra que se te resiste, un término banal pero preciso sin el cual la frase quedará deshilachada. Empalmar un café con otro, jugar un tétrix con tu alter ego, ese que se mantiene a duras penas con el piloto automático.

A veces la vida depende de una clave numérica. 

La de la cuenta de correo electrónico, la del banco Internet, la del teléfono móvil, la del ordenador, la del I-Pad… Yo soy de esas chulas que no las apuntan en un papel, disfrazadas por delante y por detrás para evitar dar pistas al enemigo. Prefiero recordar que empezaba por la fecha en la que me compré mi primera casa o estalló una bomba en Pakistán con 300 muertos. Hay que ser muy “estratégico” para obligar a tu cabeza a recordar la hemeroteca o una escritura de piso firmada por aquel notario de pelo grasiento y traje secular como condición para acceder al tesoro.

Recuerdo, le decía a mi amigo R. en el cajero, que esta clave tenía que ver con el autobús que cogía cuando viví en Mirasierra. Era una línea frecuentada por yonkis que iban a pillar su dosis al descampado que había al otro lado de la urbanización burguesa. La cifra exacta no sé cuál era, pero sí que un día volví a casa con un tipejillo ansioso que tarareaba “Si te dijera amor mío, que temo a la madrugada”. Tenía la cara picada de acné, los dientes podridos de heroína y esa caída de ojos de quien apenas conserva latido y necesita desesperadamente un chute para invocar a la sangre, espesa y terca de líquido amarillo calentado con mechero BIC.

En ese autobús de cuyo número no me acuerdo aquel desesperado cantaba “Al Alba” como quien se aferra a la poesía como único vestigio de humanidad. Estaba sucio, apestaba y me daba mucho miedo. Recuerdo al conductor mirando por el retrovisor, y esa luz de neones blancos que muestran las venas de la cara y el abismo de unas ojeras negras.

“No sé qué estrellas con esas, que hieren como amenazas. Ni sé que sangra la luna, al filo de su guadaña”.

Aquel hombre se había olvidado hacía tiempo de sí mismo pero conservó la letra y la música de una canción.

Yo hoy olvidé la cifra de mi tarjeta de crédito. Y tuve un instante de zozobra, un flashback que me condujo a la cuesta de Mirasierra con sus casas ajardinadas con piscina. Y allí mismo, a apenas 500 metros, el poblado de los fantasmas que se arrastran hasta colocarse y calmar su ansiedad.

“Presiento que tras la noche, vendrá la noche más larga. Quiero que no me abandones, amor mío al alba”

A punto de rendirme recuerdo la línea de autobús. Dos cifras del número secreto. Las otras dos tienen que ver con el barrio donde vivo. El sitio al que huí tras darme cuenta de que no podría ver crecer a mis hijas en un reducto de pobres diablos que matan por una papelina. Cruzo dedos, pido a R. que se concentre conmigo, tecleo los cuatro dígitos y —¡Voilá!

“Estas entradas no se pueden imprimir porque ya se han impreso. Retire su tarjeta”

(La mala noticia no nubla mi excitación por haber conseguido recordar la clave secreta. Y no sólo eso, sino que de pronto recuerdo que mi primera tarjeta de crédito correspondía a la fecja de la Revolución de los Claveles, y la siguiente a la creación de la Comunidad Económica Europea).