Jude Law, The Young Pope

Es de una simpleza sobrecogedora, pero no hay como salir de tus coordenadas para comprender que son un chollo. La queja no admite comparación, a menudo. Se mueve en términos absolutos. Un celador para toda una planta es una miseria si supone que a tu madre no la muevan de la cama hasta las 18h cuando se lo anunciaron a las 8h. “Mamá, piensa que lo importante aquí es el quirófano. Lo demás son extras, como en los coches o en los seguros de hogar”, le dije sin mucha convicción.

El celador, naturalmente, era un titán y resoplaba tras la gynkana de incorporaciones y manejos de cuerpos a plomo. Me acordé de la madre de “¿A quién ama Gilbert Grape?“, y de esa secuencia monumental en la que la sacan por la ventana dentro de su cama que Sorrentino ha calcado en la serie “The Young Pope“, cuyo último capítulo rematé anoche, pese a que llevaba los nueve previos rezongando todas sus flaquezas: Su desbordante barroquismo al servicio de una exhibición estética muy por encima de la historia (Jude Law es probablemente uno de los ejemplares de hombre más bellos que existen, el Vaticano es un museo magnífico habitado y los pecados de la iglesia -avaricia, pederastia, envidia…etc- desfilan por la capilla Sixtina sin que tiemble un angelote de su techo. Todo contrastado con música pop/rock en lugar de cantatas).

Pero tras dos días de hospital público un chute estético de pompa y regodeo acompañado de cerveza y deliciosa empanada me pareció el plan ideal. Y mientras Jude ponía caritas (dos o tres, siempre las mismas), yo pensaba en que la enfermedad es la medida de todas las cosas. Que levantar una pierna unos centímetros con dolor puede alegrarte tanto como acertar tres números o cuatro de la Bono Loto. Que hay gente a quien nadie espera cuando regresan a planta tras ser operados, y eso sí que es soledad angosta y deprimida; que hay quien se escaquea para no ir a visitar a un ser querido porque hay mil excusas disponibles, y conviene fingir que te las crees. Que el café soluble es intragable, que el olor a carne humana nos acerca al establo. Que las horas muertas atrofian y deforman, pero dan pie a la confidencia y a la risa tonta (eso tan justo y necesario, y tan de mi familia).

Y anoche, convertida en estatua de sal, levanté distraída la pierna de mi madre en mi propia rodilla, mientras a Jude le daba un infarto y veía al fin a Dios. “San Manuel Bueno Mártir“. No has inventado nada, querido Sorrentino.