Ayer, en un lugar poco acogedor, me sorprendí a mí misma tratando de caerle bien al camarero. Habíamos leído entre los comentarios de Internet sobre el local que “los camareros no te miran a los ojos”, y tal apreciación se repetía varias veces. Me pareció fascinante ir a cenar a un lugar donde terminarse el chuletón no sería un reto, pero sí lograr que el servicio de sala se aviniera a echarme un vistazo mientras tomaba nota.

No daré pistas, que luego hay represalias. Se trata de un pueblo con un puente antiguo de hierro dotado de esa melancolía arquitectónica que la herrumbre hace más bella, si cabe. A escasos cien metros, ese insigne arquitecto llamado Calatrava había perpetrado su versión del puente moderno y funcional. O sea, el que hace siempre, ostentóreo y multitubular, esta vez pintado de blanco, absolutamente invasor y desproporcionado para los contornos de esta localidad en cuya ría han puesto un mástil inclinado desde donde los niños se tiran al agua hasta las once de la noche, para fascinación de Minichuki, que se creía valiente hasta contemplar semejante hazaña.
En realidad, pocos camareros te miran a los ojos. Suelen llegar con su libretilla y concentrarse en la comanda, para trazar una raya firme al final y repetir los platos de pe a pa, de modo que tú asientas o contradigas: “eran dos de chipirones, no tres”. Y entonces, quizás, te regale un soslayo, una miradilla de refilón algo reprobatoria que nunca aspira a mirada en condiciones.
Pero basta que tres tipos anónimos y resentidos cuelguen en Internet el comentario para que busques, necesites, desees desesperadamente que el camarero te escrute como si tú fueras el besugo a la sal del horno en lugar de quien se lo comerá. Y entonces llegas al restaurante -feo, muy español, con luces blancas en el techo y mesas de brillante barniz, a juego con los marcos de unos óleos devastadores que representan nínfulas tumbadas en la playa o escenas de pesca del siglo pasado. Y la tele gigante y encendida-. Y se acerca la camarera con gesto adusto y tuerce una media sonrisa no porque tú sonrías exageradamente dadas las circunstancias, sino porque Minichuki, que pasa de etiquetas, retos tontos y convencionalismos, tiene unas ojeras que le cuelgan hasta los pies y está atenta a los saltos de los chavales.
-¿Qué, piensas tirarte o no? ¡Vaya sueño que tienes!
Y enseguida toma nota sin mirarme, lo juro, quizás porque mi actitud escrutadora y amable hasta el paroxismo no es nada natural. Y vengan las cocochas de bacalao, las gambas a la plancha, las almejas y ese chuletón que devoramos como si no hubiera un mañana.
Y entonces, a los postres -que alabamos con exceso de afectación- (el Comidista se abochornaría de tan patética escena)- trae la cuenta y le falla la maquinita tras pasar la tarjeta. Y le vuelve a fallar. Y se pone nerviosa por si pensamos que va a cobrarnos dos veces. Y casi le suplicamos que no se preocupe, que ya si ocurre llamaremos para resolver el inconveniente. Y entonces nos mira a los ojos y nos dice adiós, aunque a quien sonríe es a Minichuki, que no se ha tomado ninguna molestia por caer simpática.
Afuera, de repente, se desata la tormenta perfecta de verano. Y corremos empapados entre rayos y centellas buscar el puente de Calatrava, feo de cojones (con perdón), pero imprescindible para escapar del lugar con la satisfacción de haber superado una prueba como quien juega al juego de la oca -“de puente a puente, y me lleva la corriente”.
 A enemigo que huye…