-No puedo vivir sin mi e-book. Leo en el metro, leo en la cama…En todas partes, a todas horas. ¡¡Como no hay hombre!!

Para P. la castidad forzosa es un empujón hacia la cultura. Si ama, deja de leer con esa intensidad.  Como si la voracidad no pudiera disputarse en dos campos de juego: Sexo o libros. Esa es la cuestión.

Todas las disyuntivas se dejan los grises por el camino. Para Guillermo Cabrera Infante se trataba de Cine o sardina. Y creo recordar que asi tituló una suerte de autobiografía ligada al séptimo arte. Aunque reconozco que desde que asisto a un curso sobre Diario personal ya dudo  del etiquetaje correcto de los géneros adláteres (diario, memoria, autobiografía…).

Nunca escribí un diario diario. Con esa tara vivo. Apenas vomitaba durante unos días unas páginas, dejaba de sentir la urgencia del encuentro. Siempre me parecieron cursis esos cuadernitos rosas con candado cuyas dueñas ocultaban a la mirada aviesa de la familia. Me faltaba fuelle, digamos. O encontraba absurdo escribir para nadie, sólo para saber que en el rincón oculto del tercer cajón te esperaba el botín. Pero en mi adolescencia tenía amigas que se excitaban con la idea de llegar a casa y encontrarlo, y releerlo.

La escritura entonces sustituía al sexo, ese gran desconocido por entonces, y contenía con palabras el desbordamiento volcánico de hormonas en los pasillos del cole de las monjas.

-Perdona, chica -recuerdo haber dicho-  pero tanto misterio con tu diario, tanta tensión con el candado y la llave…Esto es como esconder un rubí en el desierto y volterte loca al encontrarlo, cual si no lo hubieras puesto tú.

¿Striptease o diario?

Un diarista era, a mi entender de entonces, un onanista en el desierto. Alguien que en el fondo tenía la esperanza de que otro lo descubriera y se sonrojara destapando confesiones íntimas. Un reclamo para voyeurs que luego protesta porque le miran el striptease.

Debo confesar que las pocas veces que cotilleé un diario me sonrojé, sí, pero de lo mal que estaba escrito. De la cursilería y la profusión de lugares comunes y frases huecas que aludían a sentimientos mermelada propios de la edad.

Hoy me excita mucho más fisgar lo que leen los viajeros en el metro, en el autobús. Suelo alargar el cuello como un pato y, de refilón, atrapar un par de líneas, cuatro a lo sumo. El reto es adivinar de qué libro se trata. Pocas veces lo consigo, naturalmente, pero es inevitable etiquetar a una persona por lo que lee y mucho más fiable que hacerlo por los zapatos que lleva o la caída de su falda.

Puedo enamorarme del hombre que devora a Robertson Davies, por ejemplo, pero dudo que le dedicara un minuto al que se afana sobre un libro de autoayuda. Me cuesta empatizar con quienes aseguran que la novela es una vulgaridad y que sólo el ensayo cabe en sus estanterías. No encuentro sexy el cómic, qué le vamos a hacer. Pero sí los novelones clásicos que uno lee debajo de un castaño, entre la suave brisa del norte mientras las horas pasan y el hielo del gin tonic se disuelve lentamente.

P., que es muy de sentencias,  asegura que una legión de mujeres con libro electrónico “no folla, pero se cultiva, algo es algo…”, y me río con ella aunque he dejado de entender sexo y cultura como antitéticos. Y pienso que nada me divertiría más que arrancar el diario personal que no escribo con una frase demoledora, algo así:

“Querido diario, me vas a perdonar. Hoy elijo la pasión y la lujuria. Te guardo en el cajón, nos vemos en un rato. Prometo contártelo todo, todo, con pelos y señales. Tuya que lo es, ya sabes cómo”