A ver quién hace de mujer y me sirve un café“, dicen que dijo el entrenador de la Selección Femenina de Fútbol, un tal Ignacio Quereda. Y no me parece un machista, sino una caricatura del machista. Ese que exhibe su munición pesada sin ambages. Dando por hecho que juega en casa y que esas “chavalinas” -así las llama, cuentan- son presas fáciles que aman tanto ese deporte de hombres que se quedarán calladas y quietecitas, tragarán saliva y ahogarán su rabia persiguiendo el balón. O no.

El machismo más peligroso no es obsceno, como el de vuestro entrenador. Hay tipos que te piden que les lleves el café sin pedírtelo. Hay menosprecios envueltos en la más exquisita cortesía. Hay veces que una mujer bregada siente que está siendo tratada como una nena en una negociación. Y nena en este caso equivale a chavalina. Lo dice una mujer que tuvo un jefe hace muchos muchos años (sí, en una galaxia muy lejana) que solía provocar a las mujeres de su equipo con comentarios soeces e intentos de soltar algún que otro sujetador, y que yo recuerde nunca fue denunciado por ninguna porque a todos les hacía mucha gracia.  

Lo dice una mujer que entonces apenas tenía veinte años y soportó la humillación de que el tipo -ya muerto- le sobara con sus pies descalzos por debajo de una mesa rodeada de contertulios mucho mayores y más experimentados. Todos hombres. Y que se la jugó al pedirle al comensal de su derecha -rector de universidad en ese momento- con la voz temblorosa y en susurro, que por favor le cambiara el sitio, que la estaban molestando…”, cosa que él hizo de inmediato y que el jefe de los pies sudados saludó con una carcajada ostentórea y vulgar como su alma.

Nunca se me va a olvidar aquella comida por mucho tiempo que pase. Recuerdo el lugar, el comedor del Felipe II de El Escorial, segunda mesa a la derecha de la entrada, mantel blanco. Yo llevaba un vestido color chocolate y el pelo largo. Nunca he vuelto a sufrir humillación semejante. He tenido mucha suerte. Conozco mujeres de alto nivel profesional que soportan que sus jefes las traten como rubias en el sentido Marilyn de la palabra (y sí, parece que la Monroe era muy muy lista). Hay otras que se portan “como un hombre” (presuntamente más agresivos, menos dialogantes, más arrogantes. Pero sólo presuntamente) para sobrevivir en la jungla y un día ya no pueden conducirse de otro modo porque el disfraz se les ha pegado a la piel y arrancárselo es doloroso.

Conozco a mujeres que para conseguir sus fines se compraron un vestido muy, muy sexy. Conozo hombres que jamás permitieron un trato vejatorio a su alrededor. Siempre pensé que habían tenido una buena madre, pero lo mismo este pensamiento es machista y no me he dado cuenta.

Alguien el otro día cuestionó que Héctor Abad, el brillante prologuista de mi libro, asegurara que no soy feminista: 

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Virginia tiene la voz de
las nuevas mujeres; las que nos dicen a los hombres, jódete. Tiene
el desenfado y el escepticismo de conocer el mundo y de estar muy por
debajo del arribismo y muy por encima del resentimiento. Y no es
feminista; es algo mejor y más sencillo: plena y despejadamente
femenina, sin ostentación, sin pedir perdón y sin pedir permiso”
.(La Vida en Cinco Minutos. Ed Círculo de Tiza)

Para mí, que huyo de las etiquetas como un conejo en un campo de jara, ser feminista no es salir a la calle con una pancarta. Es un estilo de vida. Una forma de respirar. Es buscar a mi hija que juega al fútbol un equipo donde acepten niñas aunque sea la única. Es no incorporar en mi discurso ninguna distinción. Es no tratar de beneficiar a una mujer si me parece peor candidata que un hombre. Es mirar a los hombres de tú a tú. Sin resentimiento, sin ponerme ropa sexy para doblegarlos. Es irme cuando huelo una mano que me aplasta la cabeza. Es educar a mis hijas en la autoestima, y no dejar caer frases del tipo “los hombres son así” o “tu dile que sí a todo y luego haz lo que te dé la gana”. Es dirigirme a personas, a inteligencias agudas, a corazones bravos. Y seguro que en el camino algo se me escapa, porque aunque en mi casa -ya lo he contado- los chicos y las chicas nos hacíamos la cama a la misma edad a la que nos vestíamos solos, recoger la cocina era una tarea reservada a mi hermana y a mí. Y aún mastico la rabia cuando invoco el recuerdo.

A mí los discursos feministas clásicos me parecen trasnochados, y asumo que más de una respingará y dejará de leerme en este instante. Hay que vivir en la igualdad y denunciar las conductas vejatorias. También habrá que dejar de utilizar la coquetería como arma en el terreno profesional, señoras mías. Seamos mujeres, no bobitas con astucia. Juguemos con las mismas cartas. Y seduzcámonos en el cortejo, que es lo suyo.

Las jugadoras de la Selección Femenina de Fútbol han dicho basta ya a ese zopenco y el café se lo va a servir usted si es capaz de enchufar la cafetera. El señor Ángel Villar tendrá que actuar ya mismo. Mi hija futbolista no se siente distinta a sus compañeros. Cuando le dan una patada traga saliva y me dice “en fútbol no hay dolor”, mi pobrecita. Su cuerpo, un palmo o dos más pequeño que el de sus compañeros, su furia tan robusta. Y cuando caigo en la tentación de preguntarle qué le dijo el entrenador de la escuela de verano donde acaba de debutar y sólo son dos niñas, me miró con cara de sorpresa y respondió: “Mamá, soy una más”.

 (Tienes razón, querido Héctor. Es algo mejor y más sencillo).