Ayer fui a ver la exposición de Photoespaña de Warhol y la Fábrica (De la Factory al mundo)  y las salas estaban medio vacías. Un grupo de señoras con un guía amateur recorrían las fotos y las comentaban con sesudo criterio: “Estos eran como los Mario y Alaska de hoy. Una panda de provocadores modernillos que inventaron poco más que la lata de sopa Campbell” sentenció la intelectual del grupo. A otra, vestida con un kaftán mostaza, le parecía que la troupe de La Fábrica era un poco como las chicas Almodóvar. “Divazas disfrazadas y con pelucones dispuestas a enseñar sus vergüenzas ante los flashes amigos”. La tercera en discordia se quedó largo rato frente a las tiras de fotomatón en las que Warhol plasmaba su mundo hecho muecas y no dijo nada, gloria bendita. Había vida, provocación, sexo y papel de plata por las paredes de aquel garaje que alcanzaría la categoría de mito.

Con el paso de los años, cuenta la exposición, el artista devino starlette. Amante de las performances, de los famosos, de las noches con cortinas de satén. Adoraba ver reflejada en los ojos de los demás su propia imagen, tal vez porque no la resistía en directo. O porque la había desgastado de tanto contemplarse en el espejo que era su Polaroid.

Juzgar a un artista nunca es fácil. Pero el grupo de señoras que salen con su profesor a aprender Arte, con mayúsculas, en vez de quedarse viendo el “Sálvame” en el sofá de su casa, no tiene pelos en la lengua. “Se conoce que todos estaban liados con todos. Mirá qué grotesca la gorda ésa que enseña los pechos todo el rato. Qué necesidad!”. A las señoras parecía interesarles poco la presencia de Avedon, Cecil Beaton, Edie Sedgwick, Truman Capote… Warhol, desde su tumba, debía estar frotándose las manos por el éxito de sus artimañas provocativas.

Las tardes de junio en Madrid se inventaron para disfrutar de los warhol de turno. Coincide con un cartel que ya lo quisiera San Isidro en versión toros: Rafael en El Prado, Hopper en el Reina Sofía y Kirchner en la Fundación Mapfre. Las señoras que escupen a los “mamarrachos” de The Factory se han hecho ya la ruta completa y hablan de ello con satisfacción de expertas, de correpasilleras capaces de dejar al marido en casa frente a la tele mientras ellas siguen al jovenzuelo profesor, y opinan y opinan, y estoy segura de que no son inmunes al efecto transformador de los cuadros, de las fotos, de las performances.

Pero eso sí, dirá la gorda del kaftán, “donde esté la “Capilla Sixtina de Rafael”, que se quiten estos pintamonas con pelucón blanco”.

A  veces el arte sirve para que algunos maridos respiren en paz en una calurosa tarde de junio de Madrid. Y supongo que eso es bueno.