Lo que más me conmueve de las urgencias de hospital -además de ser un laboratorio del azar más perverso que es la enfermedad, el accidente- es que la gente pierde las palabras. La capacidad de expresarse justo cuando más la necesita. El yo. Se pierde el Yo.

Ayer. Mujer de unos 75, sola, con unos papeles en la mano y su tarjeta sanitaria cogida como una pistola, se enfrenta a la ventanilla de urgencias:

-Mire yo había venido unas cuantas veces por lo mío de la vesícula y me dijeron no sé qué de una prueba con rayos y mi cuñada ya me advirtió de que aquí no era, pero he vuelto por si acaso y porque ya es día 2 y han pasado las fiestas…

Uno en urgencias intuye de antemano que ha perdido la partida si pierde la palabra. Las luces fluorescentes del techo y el trasiego de pacientes con gesto de dolor y desamparo no ayudan demasiado a concentrarse. La funcionaria al otro lado del cristal, la que atiende a la mujer de los rayos, le está diciendo ahora a su compañera que se quiere ir a desayunar. Que ya es su turno. Y se desabrocha la bata con presteza. Y se olvida de recoger las pegatinas de la impresora.

-¿Dolores Gutiérrez? ¿Quién es Dolores Gutiérrez?, reclama su compañera con ese gesto contrariado de “ya se ha olvidado ésta de rematar bien su trabajo. Todo por un café con churros”
-Servidora.

Me conmueve que alguien se llame a sí mismo “servidor” o “servidora”. Lo encuentro medieval y un signo de rendición de antemano. La pobre mujer llamada Dolores está entregada a lo que le depare el traductor de esta torre de babel inhumana donde suceden gestas heroícas todo el rato pero nadie entiende a nadie.

(La Enfermera del Amor contó el otro día que en su hospital tocan a dos pijamas por barba. No son los tuyos, sino cualquiera de tu talla pasado mil veces por las fauces de la lavandería. O sea que un enfermero y otro se visten con lo que les toque, en un ejercicio de pérdida de identidad que refuerza mi teoría del hospital como ciudad fronteriza donde sólo una casta -ahí sí, querido Pablo Iglesias– controla el argot y domina a la grey. Contó que tocan a dos pares de zapatos al año, y que con incómodos y muchos no los usan, se ponen zuecos. Y que si tienes un accidente laboral con zuecos el seguro no te cubrirá. También contó que a los suicidas se les llama “precipitados”. De modo que cualquiera que entre en un centro de salud, clínica u hospital debería armarse de un diccionario que no existe).

Son las 11h. En la sala de espera mi madre se encoge. Ella, calurosa nata, no quiere quitarse el abrigo forrado de piel, más como defensa que para protegerse del frío. Piensa que serán horas hasta que nos llamen. Toda su impaciencia natural anulada por el peso de la superestructura. Uno entra y no sabe cuándo saldrá. Pero el miedo siempre es no salir. El tan temido ingreso.

-Yo estoy para un ingreso (hombre de mediana edad, algo destartalado y blandiendo más papeles)
-Pues espere a un lado.

(¿Hay algo más crucial que un ingreso? ¿Una vez sentenciado te echan a un lado?¿Lo excitante de las urgencias es dar con el diagnóstico, y luego a otra cosa?)

Pero el hombre, mansamente, se echa a un lado. Y yo me planto en la ventanilla subida al lomo de la soberbia y me esfuerzo en que mi discurso sea breve, conciso, claro y contundente. “Vengo con mi madre porque se ha frotado los ojos con guindilla y tiene mil úlceras en las córneas. Lo sé porque la han visto en otras urgencias y estamos aquí para que la examine un oftalmólogo”. Y sí, parece que me entienden porque me dan una pulserita semejante a la que les ponen a los bebés al nacer con el nombre de mi madre. Y vuelvo triunfante como si hubiera concursado en Pasapalabra. Qué tontería.

Ya dentro, el oftalmólogo se dirige a mí sin mirarme a los ojos, lo que arruga más a mi madre. En un hospital se sobreentiende que el paciente carece de capacidad de entendimiento y expresión. Está descalificado de antemano. Mi madre apenas ve tras el accidente doméstico, pero oye divinamente. Y tiene miedo, y le tiembla un poco al voz al explicarse.

-A mí me quitaron un riñón hace 15 años. Y me dijeron que no puedo tomar antiinflamatorios (y lo dice con cierto recato, como si contrariar a la autoridad médica fuera un pecado)
-Descuide, sí. Son gotas, no se preocupe…  

Salimos cargadas de informes, medicinas y una pauta 24 horas que haría las delicias de un torturador. De seguirla a rajatabla mi madre no pegará ojo. Pero la luz clara de la mañana a la salida del hospital es la vida misma. Y sentimos cierta euforia, como después de hacer el examen de conducir o una carrera. Y una gratitud que se parece más a la sensación de ser “aptas” que a la tranquilidad de que sus ojos sanarán tarde o temprano, después del susto.

La mujer llamada Dolores, he observado, sigue en la sala sentada con esa expresión inconfundible de “puedo quedarme aquí toda la vida”.

P.D. Este post no es una crítica a la sanidad, en este caso pública. Mi Enfermera del Amor es la prueba de que tras las batas de nadie hay personas comprometidas que se esfuerzan en llamar por su nombre a los pacientes y en interpretar sus balbuceos del miedo al lenguaje hospitalario. Pero me llama la atención la merma de facultades que experimentamos al entrar en un centro de salud. Eso que te hace ver como dioses a gente tan vulnerable como tú ataviada con una bata de colores.