Mi querida Big-Bang:

Mi cama es mía. Y juro que no vuelve a colarse dentro ninguna adolescente en fase de brote hormonal expansivo. A los trece años uno crece/duerme a trompicones, como si le fuera la vida en ello. Y eso incluye revoleras con los brazos, saltos nerviosos y un elaborado fox trot a cuatro piernas que ha invadido mi látex como los suevos, vándalos y alanos se merendaron Europa en su momento.

Así caen los imperios, a ras cama. Las cenas pantagruélicas de los romanos, las orgías nazis, el Titanic contra el hielo mientras roncaban. El colchón no es eso inocente, hortera y aspiracional que nos vendía el grupo Lo Mónaco, sino un campo de batalla en toda regla donde las estrategias para ganar terreno al otro son retorcidas y donde pierde el que no domine el arte de la palanqueta. Y lo más perverso de todo es que nos lo han vendido como el bucólico escenario de los sueños, los revolcones y el salto del tigre. Esto es real life y no Doris Day. Falsos, que sois unos falsos.

Tú sabes mejor que nadie que esas parejas tipo Meg Ryan y macizo que amanecen abrazadas y con el embozo sin arrugas no vienen de una noche de sexo salvaje. Te diría que ni han sudado. Son dos figurantes aburridos y atados con arneses al 50 por 100 de su parcela de algodón. Y se llaman matrimonio de largo recorrido. Anoche llegaron, miraron las evoluciones de la bolsa en el periódico, hablaron del último misterio de Fátima y, sin tocarse, compusieron la imagen de la felicidad, él abrazándola a ella. Como muevas un músculo te mato.

Mi cama es mía, y a ella me entrego sin expectativas y con la cara lavada. No como esas mentirosas que amanecen con el rimmel en su sitio y el brushing de los pelos en perfecto estado de conservación. Yo amanezco más bien como un espectro de Balmez, y si la cosa se ha dado medio bien, la contractura me dejará asimétrica de por día. Sexy como yo sola. Pero lo veo yo sola.

Vale, llámame cínica si quieres, pero es que echo de menos las king sizes de esos hoteles donde cruzo las sábanas blancas a braza o a mariposa, embadurnada en mi mascarilla mágica. El libro en una mano, el bombón y la rosa en otro. La quintaesencia del amor se llama servicio de habitaciones. Y el amor de madre no debería incluir una claúsula de debilidad que permite que tu hija y sus hormonas se cuelen en tu cama y den por saco a tu frágil sueño.

Pero qué gusto me dio terminar el día de batalla en son de paz, mi brazo rodeando su hombro. El perdón universal, el contador de nuevo a cero. Ya habrá tiempo de dormir, aunque sea un coma inducido. O algo.