Mi querida Big-Bang;

Hablar de salud me parece tan obsceno como hablar de dinero.

Ese día en el que descubres que un porcentaje de tus conversaciones banales del día han girado en torno a una mamografía bilateral, date por muerta. Tengo un compañero que confiesa que cada vez que va al oftalmólogo, lo engaña. No ve las malditas letras, pero se las aprende de memoria, las recita del tirón y se va tan contento después de perpetrar un autoengaño muy reparador. El hombre está cegato pero feliz.

Al padre de mi querida M., a la que llamo 99 cuando repite una frase que acabo de decir en honor al Super Agente 86, lo llamaron del urólogo para reconfirmar una cita. “El pobre no recordaba haberla pedido, pero fue allí, obediente, y se encontró con que la cita era de mi hermano (se llama igual) para un análisis de semen porque tenía problemas de fertilidad”. El secreto mejor guardado de una pareja agobiada quedó a la vista, tiritando e indefenso, y ha dado para muchas risas de café entre las hienas del grupo, claro.

La imagen del enfermo de hospital con la bata que deja el culo al aire es un sketch clásico, el epítome de lo que hablo. Por si no tenías bastante con estar enfermo y pisar un hospital, te plantan un look de algodón con pelotillas que exhibe tus encantos para todos los públicos y en 3D. Lamentable. Y para rematar, siempre hay una enfermera que, delante de las visitas, pregunta por tus deposiciones y por otras porquerías que no por naturales merecen ser objeto de debate, digo yo.

A estas alturas de mi perorata, es obvio que no me ha tocado la lotería. De haber sido así, hablaría de dinero saltándome esa sagrada norma del buen gusto. Pero hablo de salud y recuerdo momentazos, como aquellos viejitos que fueron a la consulta de un amigo preocupados por si no tenían edad para seguir practicando el 69, o mi abuela refiriéndose a lo suyo como “diabetis”, sin que ninguno de sus nietos la corrigiéramos (así nos reíamos casi tanto como cuando nos pedía que le enchufáramos el “transitor”). O esa vez memorable en la que mi amiga C. se echó a llorar delante de su médico y le relató los cuernos que le había puesto cierto novio capullo, y el hombre se quedó muerto, y sólo pudo decir “¡Qué barbaridad”, o…

Te dejo, porque veo que me estoy contradiciendo una vez más. En realidad, la salud es un ingrediente literario tan sabroso como la trufa blanca o el boletus. Voy a ver si abro de una vez el sobre con los análisis esos que me hice después de meterme un café con porras (tres, para más señas). Que lo mismo he engañado al sistema y tengo los triglicéridos y la glucosa en perfecto estado de revista.