Le reprocho a C: “Te has quedado moderna” y la paradoja de la frase hace que me dé la risa. En la sala de embarque, el otro día, un hombre se dirigía a su mujer con esa coletilla detestable -“como digo yo“- y ella asentía dócil porque sin duda ese matrimonio consolidado se había hecho fuerte a base de sobreentendidos y autocitas de escaso interés.

Sobreentendí -qué ingenua- que Ryanair era una línea low cost y me salió muy caro. Conviene sospechar de las etiquetas. (“Es un hombre de palabra”. Sí, hasta que enmudece y se muestra desnudo de argumentos).

Pero no me despisto. El destino me lleva últimamente a unas islas. Tomo el último avión de la noche y me trago la madre de todos los retrasos. Dos horas, el primer día -“debido a la huelga de controladores franceses”, decía una voz, y no comprendí bien qué pintaban los franceses en un vuelo local que no venía de Francia, pero en fin…- (Cuando las voces no dan la cara conviene desconfiar, pensé).

El segundo viaje, hora y media de retraso. Y nada que reprochar a los funcionarios de Hollande. El precio de los billetes no era precisamente low, pero en esta ocasión tuve que facturar la maleta dado que iba a una boda y los zapatos de una mujer, más los planes “b” y las mejores intenciones no caben en un trolley enjuto.
-Esta maleta tiene sobrepeso. Son 10 euros por kilo. Abone 20 euros, por favor.
-Tenga.
-No, tiene que ir a la oficina y regresar con su maleta.

El billete low cost que nunca fue tal acababa de encarecerse, pero yo era feliz porque me iba y 20 euros no iban a cambiar mi humor chispeante. La sala de embarque estaba atestada  y me llamó la atención ese afán de algunos pasajeros de ponerse sombreros de paja en el aeropuerto cuando su destino es de playa. Como si quisieran adelantar el gozo del primer chapuzón. 

Equipaje para volar

Entretuve los minutos fisgando parejas, ese vicio peligroso, y cuando me aburrí, empecé a recorrer la Terminal 1 de Barajas con mirada nostálgica. Allí nos llevaban mis padres de pequeños a ver despegar aviones, ese pasatiempo familiar de aquellos maravillosos años en los que volar era un privilegio caro y mirar despegues y aterrizajes una actividad trepidante.

Me encontré a una mujer con la que coincido a menudo en el autobús. Nos saludamos con una sonrisa cómplice tal y como solemos. No sé cómo se llama, nunca hablamos. Intentó pegar la hebra e iniciar una conversación previsible, pero yo estaba ya a muchos pasos dispuesta a ver el Telediario en una pantalla desierta. Tomé una chocolatina sin ganas, sólo por entretener al estómago. Unos niños gritones desafiaban a sus padres, dos “caris” con sombrero, camisetas de churrero  y mucho “comodigoyo” en la recámara.

Hora y cuarto después, una señorita uniformada se dirigió al mostrador de embarque y los pasajeros entraron en un estado de excitación parecido al de un avispero. El finger carecía de avión, de modo que o iban a llevarnos en una nave espacial que se avistara de pronto, o la empleada de la compañía se había personado para tranquilizar los ánimos.

Algunos se quitaron el sombrero en señal de protesta. Yo me puse en la fila, muy atrás, junto a una pareja que parecía quererse, él más que ella, y me sentí un poco sola. Como no tenía sombrero de paja, me puse a escuchar a Van Morrison a todo meter. Sentí que mis caderas se iban solas.

Al fin llegó en avión procedente de Nunca Jamás. Los pasajeros preferentes fueron llamados a embarcar antes del desembarco de los que llegaban. Raro, raro. Aún pasaron 25 minutos cuando al fin entramos al avión. A los del final de la fila que iban con trolley los obligaron a meter el equipaje en bodega porque ya no cabían más maletas en cabina. O sea, que al llegar a su destino, hora y media tarde, tendrían que esperar a que llegara su maleta. Ese momento tenso en el que uno siempre cree que la suya se ha perdido.

Entré en el avión. la tripulación sonreía con cara de culpa maldisimulada. En mi asiento  había migas de pan. Nadie había limpiado. Entendí que low cost es que te dan por saco y tú tragas aunque hayas pagado lo mismo que en una línea aérea convencional. Limpié las migas con un gesto digno. Soporté el tono desenfadado de más de los azafatos de Ryanair. Soporté el sorteo de no sé qué charity. Soporté que me despertara el carrito del avituallamiento -tres euros un botellín de agua- y el grito del azafato motivado. Di gracias al cielo porque no soporté la corneta a la llegada (hora y media de retraso no da para gestos triunfales)

En el vuelo de vuelta mi maleta pesaba, milagrosamente y sin que hubiera cambios respecto a la de la ida, dos kilos más. Pagué otros 40 euros de sobrepeso.

Fui feliz cuando recuperé mi maleta. A mi lado, la familia Cari trataba de amordazar a su hijo, que estaba muy tonto después de tanto trasiego y de patearme la espalda dos horas y media sin descanso.

Decidí que mi abuela tenía razón cuando decía eso de “lo barato sale caro”. Sobre todo cuando ni siquiera es barato…

Me sobraron zapatos, pero me di el gustazo de tener todos dispuestos a servirme. Me sentí poderosa, equipada y engañada por los claim del low cost. Pero como estaba contenta decidí contener mis pulsaciones y ponerme el sombrero de paja al llegar a casa.