Mi querida Big-Bang;
La teoría de la relatividad no la inventó Einstein, sino el  el instinto de supervivencia. El otro día mis chukis tuvieron un accidente con el coche. Cuando corrí a mirar, bajo la lluvia, la puerta delantera estaba completamente abollada y los cristales rotos. Chuki mayor se había librado por los pelos y por el airbag. La otra dormía en el asiento de atrás y no vio el coche que se empotraba contra ellas. El fin de año brindamos porque estaban vivas y estaban bien.
Ayer paseábamos la tribu familiar tapando la calle como nos gusta hacer cuando nos encontramos con mi amiga MJ. & family. “La otra noche se quemó nuestras casa. Dormíamos, escuchamos unos ruidos y al levantarnos el salón estaba en llamas”. Salieron corriendo descalzos y en pijama a la calle, dejando que el fuego devorase su presente y su pasado. Un shock. Pero están vivos y están ¿bien?, dispuestos a reconstruirse en cuanto el seguro les dé un techo y un mantel.
La relatividad no siempre funciona, claro. Cuando un hombre sano y enamorado de su mujer y de sus hijos, de su huerto y de su trabajo, se deja la vida en un hospital sin preaviso, el último día del año, no hay regla que funcione. “J. ha tenido un ictus, los médicos han pedido a la familia que se despida”, son los fragmentos llorosos de la conversación con mi querida A-1. Visto y no visto. Nada que reconstruir. El fuego de la muerte deja un agujero infinito. Pienso en el coche abollado. Menos mal que están vivas. Pero J. no, J. está muerto y no se me ocurre ninguna maldita relatividad. Que venga Einstein y lo arregle.
La teoría de la relatividad se inventó para hacernos más llevadera la digestión de la vida. Como todas las teorías, tiende a fallar cuando más se la necesita. Entonces se tira de fe o de Orfidal. 
Y en cuanto a J., siempre voy a recordarlo en mi casa adoptiva de Asturias, preparando zumos de naranja para todos acompañado de ese fino humor inglés, tan valenciano.