En la vida he ido bastante contracorriente y ha salido bien.
Un día, si te apetece, te contaré con mesa y mantel. Yo iba destinado a
tener cierta vida y escogí otro camino diferente…”
 

A J. lo conozco poco, pero es una de esas personas con las que un breve cruce de caminos basta para despertar simpatía inmediata. Espero que no le parezca mal que cuente esto y que hace unos meses, cuando ni siquiera nos conocíamos, rescató a mi sobrina del pasaje del terror de un aeropuerto norteamericano y movió los hilos para que el viento y otro avión la trajeran de vuelta y sin escalas a Madrid. Nunca se lo agradeceré lo bastante.

El otro día nos sentamos a una mesa por motivos profesionales y yo le desbaraté la mayoría de sus propuestas. Su reacción fue elegante, impecable. Entendió a la primera eso tan difícil de “no me gusta no significa que no te quiera”. Me cautivó su sentido del humor británico, preciso y sobrio; su traje con chaleco y sin corbata, la precisión de notario de sus manos anotando en la Moleskine. Su exquisita cortesía burguesa y catalana. Su franqueza. La forma en la que habló de su mujer. Y esa invitación final a descubrir su ciudad: 

-Tengo dos rutas para epatar en Barcelona, con alguna
modificación respecto a cuando estaba soltero…
 -O sea, ¿sin final feliz?
-Eso

Ayer, mientras mi peluquera María hacía de las suyas con mi rubio, J. y yo cruzábamos confidencias escritas por teléfono. Me confesó su decisión “muy meditada” de no tener hijos, justo después de contarme que había madrugado para ir a ver jugar a su sobrino un partido de fútbol.  Me pareció valiente, se lo dije. No conozco a tantas personas que desafíen a conciencia las convenciones sociales, familiares y vitales si exceptuamos a los que huyen. Y no me pareció que J. sea de estos.

Tener un hijo es un acto de valentía y generosidad o de profunda cobardía, egoísmo e inconsciencia. Una manera de ser a través de otro. Una adquisición de cariño y dependencia que a veces te sale respondona y se rebela.

Un hijo, me parece,  puede ser un proyecto sibilino del yo vencido que implora otra oportunidad. La incondicionalidad como espejismo. Un hijo es, a menudo, una vía para dar sentido a la vida cuando falta sentido. Una forma de ajustar cuentas con el pasado. Una sorpresa inesperada que te cuestiona y te besa, o pega un portazo airado, te estrangula y siempre termina recordándote que no es una extensión de tu corazón, sino una sucursal independiente.

Dubai, isla artificial

Me gustan las parejas sin hijos que se quieren sabiendo que empiezan y terminan en sí mismas. Conozco a muy pocas, alguna intentó sin éxito el embarazo pero la naturaleza díscola hizo de las suyas y puso a prueba la fortaleza de esa unión. Y triunfaron. Creo que es mucho más fácil seguir juntos cuando tienes un proyecto común tan absorbente como la paternidad compartida. Un ser  que con su ruido y sus demandas te entretiente las horas y los días, te obliga a una entrega generosa y te extrae tu mejor yo, a veces a mordiscos. Ese que no regalas a cualquiera.

Pero entonces, un día, de repente, vuelves a estar solo en pareja. Y algunos no soportan el silencio, chocarse en el pasillo, enfrentar sus caras en el espejo del baño. Y la psicología se inventa lo del síndrome del nido vacío, y en realidad el nido nunca estuvo ni fue más que una construcción artificial como una de esas islas de Dubai para sobrevivir sin separarse. Y lo que somos, te das cuenta, es lo que fuimos antes de ser padres y llenarnos de otros. La soledad llena de letras y de música, de amigos y de planes. El amor sin garantías ni servidumbres. La conquista diaria. El billete de salida cuando no siempre hay salida.

P.D. Dedicado a mis hijas, sin las que sin duda sería peor persona, y a su padre, que en la distancia me sigue reconciliando con la maternidad cuando mi vocación no tiene cordón umbilical y el amor lo imagino libre de cargas orgánicas y absolutamente entregado, generoso, apasionado, sin embargo.