Mi querida Big-Bang:

La mujer, en los cincuenta, no para de hablar por el móvil, que sostiene con esas garras de uñas largas pintadas de nácar que sólo llevan las mujeres de cincuenta que siguen llevando los zapatos a juego con el bolso, el brushing de peluquería y los tacones de tres cuatro centímetros. La tengo al lado y me molesta, porque ha llegado con un cargamento de bolsas de tienda pija con pretensiones y confección made in China, ha pasado su culo por delante de mí sin disculparse y va a ser mi compañera de AVE si los dioses no lo impiden.

Como la prejuiciosa que soy, es oler su perfume L Air du Temps, ver sus mechas rubias del Partido Popular (con todos los respetos, pero, chicas, hay vida más allá del rubio dorado estilo Luis XVI) y saber que es arrogante, mezquina, amiga inseparable del Biomanán y chunga, muy chunga. A la azafata le dice: “me vas a traer un café”. A mí me mete las páginas impares de La Razón y de ABC por el ojo cada dos por tres y a su empleada de hogar, a la que da por saco telefónico cuatro veces en el trayecto, la trata con un desdén tal que siento tentaciones de tirarle el café en su caftán de raso sintético azul marino.

Como soy mala, imagino que la chunga está casada desde hace treinta años con el mismo. Un hombre que dejó de fijarse en ella hace dos décadas y que no se acuesta sin asegurarse de que está dormida. No trabaja fuera de casa, si acaso en una tienda de bisuteria de alto standing y baja calidad a tiempo parcial. Los martes y los jueves queda con sus amigas, clasistas como ella, y comentan cómo está el servicio latinoamericano. Lee -aquí no adivino, lo lleva encima- el libro sobre Jesús Aquirre de Manuel Vicent, y lleva bragas de cuello vuelto, de las que comprimen y recolocan la lorza. Cree que aún está buena, y fantasea con ello cada vez que un masajista pasa sus brazos fornidos por los pliegues de su espalda sudorosa.

No es que tenga nada contra esas tías, es que me agrede su arrogancia. Son las mismas que van al cine a ver pelis sesudas del tipo “La sonrisa de la Mona Lisa”, y luego comentan la gran “calidad fotográfica” del filme y que los actores son “como la copa de un pino” (una comparación carpetovetónica para no decir nada). Sus hijas -con nombre de perro- las odian, pero las acompañan a comprar en Zara chaquetas de imitación de Lanvin a las que recortan la etiqueta en cuanto llegan a casa para dar el pego. En sus casas la fruta se compra por unidades y el choped reina en la nevera. Pero sueñan con que son ricas cuando se cuelgan del cuello un colgante de Tous con osos perezosos.

Si te cuento todo esto es porque ayer no me atreví a decirle a la chunga que cerrara las piernas porque me estaba invadiendo mi espacio vital. Que se lavara manos y cuello porque me estaba invadiendo mi espacio olfativo. Que apagara el teléfono porque me estaba reventando los oídos, que comiera con los codos pegados al cuerpo porque estaba delatando su baja cuna y pésima educación. Y, sobre todo, que los tejidos sintéticos, como el de su vestido, provocan rozaduras y hacen que el desodorante te abandone sin preaviso. Y con el desodorante, la humanidad entera.

Qué triste es el quiero y no puedo…