Playa de Lord Byron, ayer, despidiéndonos

Cuando leáis estas líneas me habré arrancado el corazón.

Siempre me han molado las cartas dramáticas de despedida. Quizás porque no soy nada nostálgica y cuando me voy de algo o de alguien trato de recomponerme a toda prisa. Ayer me despedí de Lord Byron y eché unas lagrimitas frente a su acantilado brumoso. Esta tarde saludaré la Castellana con triunfalismo militar. La vida -les digo a las Chukis- es decir hola y adiós, por favor y gracias. “Con esos cuatro recursos tiraréis millas”.

En realidad es mentira, pero una tiene que ir tejiendo una red de buenos consejos para que cuando ellas sean mayores te metan en sus charlas; “Como decía mi madre…”. Esa es la inmortalidad de la que habla de Biblia, pero aún no han nacido los señores listos que le arrebaten al Vaticano la prioridad en interpretar los libros sagrados según su criterio.

Si cada vez que nombras a un muerto, lo resucitas, mi abuela debe estar dando saltos alrededor. La veo, la siento. Anoche, en la tradicional cena de despedida de amigos, mi amiga M.C. (ya desde el colegio, cuarenta años de historia nos contemplan) confesó que le había jurado a su hijo que nunca lo abandonaría, dado que el pequeño insistía en que ella no debía morirse.

-¿Y cuando me muera seguiré diciéndote cosas al oído, ya verás.
-¿Y si no te entiendo?

La anécdota me pareció conmovedora, con la pequeña salvedad de que si todos los difuntos se explayaran y nos dieran conversación, estaríamos desquiciados y en el frenopático (O no, porque con los recortes fijo que les dan el alta a los pirados más peligrosos, con un set de pastillas para lo suyo que deberán tomar cuando se acuerden).

El olvido es la peor de las muertes. Hace poco rescataron de allá a José Luis Martín Vigil, un cura escritor que solía leer  en mi adolescencia, y me temo que esta confesión no me hará más popular. Su novela más reputada se llamaba “La vida sale al encuentro”, y creo recordar que hablaba de las relaciones sentimentales de jóvenes pijos de Neguri, Bilbao. Había besos y se entrelazaban las manos, y  una se quedaba embarazada de penalty (pero el hombre se ahorraba tórridas descripciones del momento, porque era un cura al fin y al cabo).  La mala fortuna fue que quien resucitó a Martín Vigil mencionó un dato demoledor: la sospecha de su inclinación por los menores. Para este tipo de gloria más vale pasar al olvido.

Todo esto viene a que me encuentro en una casa llena de maletas por cerrar, pero mi mente ya está en la vuelta al cole. Cumplidos los rituales de cada verano, sólo me queda subirme al coche, respirar profundo y poner a tope uno de esos discos que las chukinas y yo trituramos cada año. La tercera curva del camino no debe sorprendernos sin chillar con Calamaro y su “Honestidad brutal” el tema “Sin documentos” (sí, no está en esta recopilación, listillos, es una licencia leve).

Adiós a la carrera+baño de cada mañana

Y a poner el contador de nuevo a cero, que también somos felices al recuperar nuestra cama y el hilo interrupido de nuestras vidas.

PD. La mejor despedida que recuerdo está en un capitulo de la serie “Pippi Calzaslargas”, la favorita de mi infancia. En ella Tommy y Anika lloran en el muelle y cantan una canción que aún me sé de memoria, lo juro, mientras Pippi se aleja sonriendo a medias con sus dientazos. Al final, cuando los amigos están a punto de irse, destrozados, la pelirroja emerge del agua con el maletín de las monedas de oro y se queda con ellos para siempre.