Ayer, comiendo en cierto restaurante de Madrid muy frecuentado por jueces y abogados, mi amigo J.E nos contó que un amigo suyo al que conocemos le había llamado para pedirle por favor que le comprara un libro en Amazon. Cuando le dio el título, J.E le dijo: “Pero si ese libro ya te lo has leído”. El otro reconoció que sí, pero que como el ejemplar que leyó era una versión pirata, quería comprarlo para que su autor viera reconocidos sus derechos y cobrara por el esfuerzo intelectual. Eso tan intangible.

Pensé que la verdadera integridad es la que se pone a prueba cuando no nos ve nadie. No creo que haya tantas personas ahí fuera dispuestas a pagar por algo que ya disfrutaron sólo para que se haga justicia. Más aún si el desagraviado autor nunca sabrá del gesto ni podrá agradecerlo. Alguien a la mesa contó entonces que su jefe, alto cargo en una institución pública que vigila las cuentas y movimientos de otros, había pasado un mail pidiendo un programa informático pirateado. “Mandas eso a los periódicos y te sacan seguro”, le comenté. El jefe, al contrario que el amigo honesto de J.E, había entrado en territorio pequeña estafa cual elefante en cacharrería, convencido de que nadie iba a oponerse a un pequeño desliz que “cometemos todos”. Y mucho menos, sus subordinados.

Vaya por delante que yo he visto series de televisión en Megaupload (y que si ya no las veo no es por falta de ganas,  sino por falta de tiempo, tecnolerdismo o impaciencia. Abandono cuando se me cuelga a la mitad). En el pasado, por poner todos mis pecados corsarios encima de la mesa, adquirí algunas copias de Lacoste en Turquía durante un crucero inolvidable con mis padres y mi hermana en el que aprendimos, además de a distinguir una mala copia de una buena, que entre los compañeros de mi madre -era un viaje premio de trabajo- había un trasiego de camas y rollos amorosos también llamados cuernos que ríete de los clubs de swingers de ahora. Y que hay parejas que no se contentan con el original sino que prefieren una mala copia para sumar puntos a su marcador de seducción.

Gran Bazar de Estambul

Mi hermana y yo teníamos apenas veinte años. Internet no estaba en nuestras vidas y aquel bazar de las maravillas lleno de polos, bolsos y jeans de pega a precio de ganga se nos antojaba irresistible. La falta de conciencia de delito nos dio alas, pero nuestro mermado presupuesto impidió que hiciéramos estragos. Mi falso Lacoste negro me duró, lo recuerdo perfectamente, no menos de cinco o seis años en perfecto estado.

En aquel crucero de los cuernos y el amor mi madre intentaba desesperadamente que no viéramos el trasiego de infieles, y mi padre, que es un observador muy astuto y selectivo, se percataba de todo y soltaba comentarios irónicos que irritaban a su mujer y nos hacían reír a mi hermana y a mí. Allí, sobre las aguas del Mediterráneo, aprendimos que puestos a adquirir una copia humana, que sea un original de calidad. Y que si no, estás condenado a la maldición del kleenex (usar o tirar).

Vacaciones en el mar

Termino ya. Creo que ser absolutamente íntegro no es fácil. No en todas las parcelas de nuestra vida. Y que aquello a lo que mostramos más respeto es quizás lo que más nos importa. Jamás he leído un libro pirata (sin contar las fotocopias de alguno durante la carrera). Me irrita profundamente que gente muy cercana “se baje” novelas gratis de la red para leer en sus tablets, pero no les digo nada. Si separo las basuras, ya lo he dicho, es porque una vez vi en Valdemingómez que había gente -profesionales- metiendo las manos entre los deshechos pútridos de otros para sacar pañales con caca y pilas de entre las mondas de plátano. Me pareció lamentable.

Pero no sé hasta dónde llegan los contornos de mi integridad si me garantizaran que mi delito morirá conmigo,  lejos de la mirada de otros. Y muy muy lejos de la de esos jueces que ayer comían salmorejo a pocos metros de mis amigos, mientras J.E nos sorprendía con su relato del hombre honrado y nos daba qué pensar. Eso tan gratis, tan original y que a veces dilapidamos en tonterías…