Reconocí a una famosa de medio pelo por el relleno desafiante de sus labios. Yo cuando me cruzo a un famoso miro instintivamente hacia otro lado, no vaya a convertirme en estatua de sal.

Leo que Esperanza Aguirre la emprendió contra los agentes de movilidad al grito de “haceís esto porque soy famosa” y me da la risa. Fresca, desahogada, impertinente, incívica… hubieran encajado mejor. Hay que tenerlos cuadrados para aparcar en el carril bus de la Gran Vía y no pedir perdón públicamente.

“Famoso” es una etiqueta amplia que lo mismo cubre a Jack el Destripador que a Kate Moss. Las etiquetas tan generalistas no sirven para clasificar nada. A menos que no te importe meter en el mismo cajón clavos, escarpias, tuercas, tacos del 9 y chinchetas.

(A veces me preguntan ¿Y tú a qué famosos conoces? y pongo cara de no haber entendido la pregunta).

La sola idea de ir por la calle y ser reconocido me espeluzna. De ahí a pensar que alguien va a sacar el puñal y a agredirte hay un paso.

De pequeña mi adolescente quería ser “médico de día y cantante de noche”. Lo de cantante era por la fama.  A dios gracias se le olvidó pronto…Pero aún ahora cuando canta la miro raro.

Cierta famosa ordinariota como ella sola se ha apoderado de las revistas del corazón, incluso del HOLA. Cada jueves, mis compañeros y yo comprobamos su presencia in crescendo, su escote tocinero y grandilocuente, sus muslos de jamona con minifalda de lycra. Sus tobillos hinchados y el desmayo con el que arrastra su bolso y sus pesares contradiciendo el orgullo  de sus mechas jacarandosas. La clave podría ser en que muchas mujeres se identifican con ella. Con su lucha por contener la tiranía expansiva de sus  carnes, con los cuernos de sus novios y ese pasado lejano de estrella de la tele. La condición de “ex” (ex delgada, ex famosa, ex novia) otorga cierto caché y empatía hacia la perdedora.

Una vez, siento veinteañera y cronista de unos cursos de verano, me llevó en coche un señor cuya cara me resultaba ligeramente familiar. Yo era despistada y miope, había caído el sol y entre mis gustos musicales no se encontraba el género de Amancio Prada, mi inesperado chófer. Me pareció un señor reposado y melancólico. Hablamos de los pinos de El Escorial y del Requiem de Mozart. Le di las gracias apresuradamente. Media hora después, cuando lo presentaron en una mesa redonda,  caí en la cuenta. Me encantó su discrección. Su música me sigue entristeciendo.

Despierta Minichuki y llega disfrazada de rapera. ¿Te gustaría ser famosa?, le pregunto. “¿Jugar a ser famosa? Ya he jugado algunas veces”, responde con escaso interés, y acto seguido me demuestra las dos formas de ponerse el jean: “Elegante” (en su sitio) o “de chico” (caído y con la bragüela asomando por la cinturilla). Aún no se ha quitado las legañas y ya me ha hecho la primera performance del día. Mientras todo quede en casa…