Las señoritas de Avignon

-Por fin mi hija va a cumplir su sueño de ser tatuadora.
-¿Pero no quería ser diseñadora de moda?
-Eso era lo que quería yo, pero ella prefería dibujar sobre la piel, ya veis.

Nos visita D. después de cinco años y nos pone al día de su vida. Su hija, a la que dejamos adolescente sísmica, saluda en una foto con melena enflequillada y los brazos cubiertos de tatuajes. La madre nos la muestra orgullosa.  Por fin ha encontrado su lugar en el mundo. L. y yo ponemos cara de circunstancias y luego nos da la risa nerviosa.

No creo que ningún padre ni madre sea especialmente feliz cuando un hijo le manifiesta su deseo de ganarse la vida con una pistola de tinta en locales underground o modernícolas. Pero D. suspira aliviada y me da qué pensar. ¿Las aspiraciones de nuestros hijos son libres, se las inducimos o son reactivas, una muestra de rebeldía contra lo que los padres les inoculamos?

Ayer hablábamos de eso las madres del cole de Minichuki y yo, con las que me encontré en el parque haciendo una excepción por ser el primer día de colegio (pisar la arena es un flashback siniestro a tantas horas de tedio y tobogán). Mi hija me había llamado, triunfal, para contarme que “este año, mami, me llevo genial con las niñas”. Y ahí estaban todas, sentadas en un banco como señoritas chismosas y volanderas. La foto fija de las preadolescentes que son ya. Y Minichuki en medio, divertida y orgullosa, pero evidentemente impostada en ese cuadro tan costumbrista y femenino.

A una lado el balón yacía aburrido dentro de su malla. Me dio mucha pena.

“Mi hija aún no sabe qué quiere ser de mayor”, dijo una de las madres. “Ya supongo, contesté, ¿sabías tú con once años lo que querías ser? ¿Y con 17? ¿lo sabías con 30?”. Me miraron con cara de ya está la de los tacones contraviniendo el guión, y entonces convinimos que sólo los casos vocacionales te llevan a elegir con más o menos acierto. Lo demás es una lotería que deviene ruleta rusa y garantiza generaciones de gente descontenta con estudios y trabajos que no les excitan ni un poquito.

Pensé que la tatuadora quizás se acuesta feliz cada noche, no antes de limpiar cuidadosamente sus dedos de los restos de tinta. Y que entiende que lo suyo es un arte, y se aplica concentrada a labrar en piel ajena un deseo hecho alacrán, rosa o delfín. Y pensé que si a mi adolescente le da por el tatoo a mí me da un infarto, desde luego (y a su padre una apopelejía), pero que no querría verla dejarse las pestañas sobre un libro que la deja fría, con el único propósito de lograr eso que llaman “ganarse la vida”.

A veces uno pierde su vida en el afán de ganarla (siento este ramalazo entre bíblico y new age). Los mayores de cuarenta tenemos biografía suficiente como para intuir los fracasos que llegaron de decisiones dictadas por los convencionalismos. Por ser lo que quería tu padre o eso que nunca pudo alcanzar tu madre. Las frustraciones se heredan, como la hemofilia o las canas prematuras. Y uno tiene suerte si consigue defenderse del fatalismo y ser quien soñó cuando tenía doce años, o veintidós, como la hija de D.

Ayer mi enana hizo las paces con lo que se esperaba de ella y me puse triste. Sabía que ella estaba deseando coger ese balón y pegar una patada al infinito. Pero es lista y decidió que en su primer día de cole iba a integrarse con las niñas, su grupo natural, así que yo me integré con las madres -¿mi grupo natural?- y pasé un rato divertido en el que les propuse un juego que era el balón en la bolsa, la patada y el gol: “¿Qué es lo más extraño que lleváis en vuestros bolsos?”

Y todas los abrieron y en el revuelo hubo risas y salieron rouges de labios, listas de la compra, anillas de lata de Coca Cola, gomas de borrar, gomas del pelo, galletas saladas y algún sobre de azúcar. Y éramos niñas o adolescentes tontorronas.
Y pensé que uno puede ser feliz incluso bajo la manta de una etiqueta equivocada. Siempre que sepa que es un juego, aunque a veces termine pillándose los dedos con la cremallera.