Me gusta mirar las cosas con el asombro de la primera vez. En realidad, no tiene mucho mérito. Creo que guardo un síndrome de Korsakov no diagnosticado y acabo de decidir que así sea por mucho tiempo.

La memoria nos juega malas pasadas. Es esa enemiga molesta que convierte impresión en escepticismo como forma de adaptación al medio. Ningún corazón resiste tantas primeras veces cuando mira al mar abierto o a los ojos de quien ama. El filtro nos hace menos vulnerables, pero se lo cobra caro. Así, quiero volver a sentir el sobresalto de aquella entrada en Estambul por el Bósforo, al amanecer de un día de crucero familiar donde no hubo capitanes cobardes pero sí una tripulación obsequiosa que mi hermana y yo convertimos en héroes de “Vacaciones en el mar”.

Pagaría por volver a no poder explicar con palabras. Enmudecer y sentir. Cuando escucho a los eruditos siento envidia tiñosa porque nunca podré armar un discursos con tantos referentes inapelables. Con tantos datos precisos. Pero algo me dice que el camino hacia el discurso mata la pasión. Una vez que el concepto se congela deja de palpitar. El cerebro no admite tantos imputs nuevos, supongo, y los liofiliza asegurándose de que cuando salgan no toquen vísceras ni venas de retorno.

La memoria mató a la estrella de la radio. Ayer, en el ascensor del hotel, sonaba esa canción de los Buggles que bailo siempre desatada con la primera vez. Lo mismo me pasa con I will survive, de Gloria Gaynor o con el Heart of glass de Blondie  (Anoto: averiguar qué pasó en mi vida en 1979) Sospecho que la madurez es un sistema de intercambios que culmina con una cruel ironía. Cuando más sabio eres tu cuerpo se entrega al deterioro y no hay banda sonora que lo levante.

O puede que sí. Que con tu síndrome de Korsakov en perfecto estado puedas volver al vuelco de ese día en que sentiste que el tiempo se había congelado, y dar al rewind y al play tantas veces como quieras mientras mientras tus chukinas se miran con resignación y esperan a que pares de moverte en una pista que se parece mucho a la de aquella discoteca de los dieciséis donde sólo servían San Francisco y los hombres apenas se atrevían a besar.