Milán es una ciudad incomprendida, una mujer a la que hay que mirar muchas veces para apreciar su belleza nada evidente.

Llegas y te dicen ¿de verdad que te gusta esta ciudad?, con cierto mohín de asombrado desprecio, y tú te sorprendes justificándote por mirar los tejados de esas casas donde árboles inmensos provocan jardines voladores. Y te siguen mirando consternados. Ya, sí, la arquitectura milanesa. ¿A qué te refieres exactamente? Aquí no hay ruinas romanas ni se les perdió gran cosa a los héroes del Renacimiento.

Ya, pero es una ciudad piu bella.

Me gustan las ciudades, también las personas, que se muestran despacio. Las que te obligan a mirar desde un ángulo, a veces retorcido, para apreciarlas en su justa dimensión. Milán es verde y señorial, pero no oculta su industria y las grúas componen un amasijo con los edificios en construcción dotado de armonía. A vista de pájaro, se me ocurre que Milán es un vergel con hierros y cristales como obras de arte contemporáneas. Quien puso una grúa frente a las ventanas de mi hotel, sabía lo que hacía.

Los de allí te reciben, te muestran el Duomo y te miran como diciendo: “finito”. A mí el Duomo ya no me conmueve tanto, aunque trato de visitar un eterno espíritu flamígero para darme enseguida una vuelta por la zona comercial que lo arropa. Dios y los hoteles de lujo están peligrosamente juntos en esta ciudad, como en otras, pero a nadie parece molestarle. Las catedrales, me parece, se hicieron para mostrar soberbio poderío, y Milán acepta el pulmón de la suya como única concesión al esplendor convencional.

Pero basta perderse en un bosque de la ciudad o recorrer la Via Tortona para corregir el error de bulto y contarle a los expatriados que tienen suerte de vivir en un lugar que gana con los años, con los viajes, que te obliga a mirar los edificios y esos palacios vetustos que albergan oficias muy fashion y te machacan con aires acondicionados más propios de Dubai que de la menos mediterránea de las ciudades italianas.

Pensándolo bien, creo que Milán no ha cambiado, pero sí he cambiado yo. Puede que ya no necesite impresionarme al llegar a un destino, sino dejar que penetre poco a poco, educar la mirada y permitir que suceda. Puede que rechace los sitios que se muestran descarnados como las personas que nada más llegar te cuentan su vida al detalle y sin pudor. Puede que igual que no me gustan los guapos de libro ni las guapas de salón,  prefiera una calle interesante, un arco con cabezas que cuentan una historia o una verja que promete que detrás habrá una sombra, una silla y una mesa de hierro oxidado para tomarte un café machiatto y contemplar cómo vibra Milán al son de las grúas, de la moda y del diseño, mientras allá en lo alto, en las azoteas, crecen bosques que oxigenan y embellecen el conjunto.

Milán es un hombre falsamente anodino que te ofrece una buena conversación. Y que cuando se va te das cuenta de lo bien cortado que estaba su traje, del exquisito cuero desgastado de su cartera o del volumen importante de su ausencia, de su perfume.