Mi querida Big-Bang:

En casa todos éramos de Atlético de Madrid. Todos, menos uno, mi hermano pequeño, que a temprana edad tuvo un ataque de lucidez oportunista, se pasó a caballo ganador merengue y fue etiquetado ipso facto de “traidor”. La vitola de perdedor es un traje a medida para los rojiblancos tan bien cortado que, el día que ganan, como ayer, deben sentirse como cuando la fea del barrio es coronada miss España y pasa la ceremonia de su victoria temerosa de que el cielo se abra y una mano negra le arranque su cetro y su banda de raso, dejándola en bragüelas y suti marrón clarito de lycra.

Es lo que tiene la falta de expectativas. Una desazón permanente cuando cambian las tornas. Un frenesí, un tirón muscular. El picor eterno, la duda.

Pero, bien mirado, ser perdedor de libro tiene sus ventajas. Nadie te va a llamar para pedirte una cita incómoda, jamás te envidiarán y, sin embargo, te mirarán con conmiseración como se mira a un cachorrillo que cae en la guarida de los lobos. El perdedor era ese tipo que en la facultad no se comía un rosco pero al que las chicas le abríamos nuestro corazón. Un ser asexuado, inofensivo y secretamente atormentado. Pero el único que atesoraba una información íntima de todas y a veces la vendía al por mayor a los machos populares. Luego, de mayor, se convertiría en Pagafantas y se forraría en la Bolsa gracias a tanta confidencia despreocupada.

Si eres perdedor y listo estás en ventajosa posición de salida. Como personaje literario y cinematográfico, no tienes precio, y siempre musitarás entre dientes aquello de “quien ríe el último”. Te has tomado tu tiempo en observar desde los boxes las debilidades de los Fórmula-1 de la vida, y ensayas frente al espejo los gestos del triunfo, de tanto contemplarlos en rostro ajeno. Eres un Mr Ripley profesional. Sí, sabes que la cosa no va de cómo empieza, sino de cómo termina. Y puede terminar dándose un chapuzón de gloria en calzoncillos en la fuente de Neptuno.

Me gustan los perdedores que no se revienen. Los que no atesoran rencor. Los que no se rinden ni se enquistan. Aquellos que son capaces de saborear un instante de gloria sin ensombrecerse por lo tarde que llegará el siguiente. Me gusta la afición del Atleti, o al menos la que tengo en casa. Tan entusiasta, tan entregada, tan risueña…Tan convencida de que la vida son tres traspiés y una escalera al cielo. Mal apuntalada, eso sí.